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Moribunda la independencia judicial

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Por Rubén Colón Morales*/El tema de la independencia judicial ha vuelto a ser objeto de discusión pública en los últimos días debido a la noticia de que el presidente del Senado, Tomás Rivera Schatz, impidió la confirmación de la re-nominación del juez Aldo González, quien goza de buena reputación.

A estas alturas ese tipo de asunto no constituye ninguna primicia. El hecho que el Senado se niegue, irrazonablemente o por puro capricho, a confirmar o reconfirmar a personas competentes que son candidatos a jueces nos debe asombrar tanto como una matanza de pavos en vísperas de acción de gracias. Por qué entonces tanta aparente sorpresa e indignación ante la no confirmación de González?

Para la opinión pública, lo insólito en este caso es que el Senado se encuentra colgando a un juez de incuestionable afiliación al partido en el poder, quien incluso trabajó como ayudante del ex gobernador Pedro Rosselló en La Fortaleza, de donde salió hacia la judicatura. A pesar de su identificación clara con el Partido Nuevo Progresista (PNP), a González se le castiga por haber cometido el desliz de haberse inhibido de intervenir en el caso relacionado al fraude de la pensión ‘Cadillac’ de su antiguo jefe.

Para el Presidente del Senado y sus afines, el juez González cometió el imperdonable error de pretender actuar como un juez apolítico respetando la norma de los cánones de ética judicial que exige a los jueces y juezas recusarse de los casos, si entienden que no pueden actuar con imparcialidad. A González se le castiga por dejar de intervenir en el caso de Rosselló y, por tanto, no proceder a desestimarlo sin más, a base de consideraciones estrictamente político partidistas.

En síntesis, González cometió el crimen de pretender distanciarse u olvidar las verdaderas consideraciones por las cuales fue nombrado, entiéndase, su firme afiliación al PNP. Por eso, había que darle una lección al resto de la judicatura para que en el futuro no olviden a qué y a quién deben sus nombramientos.

Lo lamentable de la reacción pública de distintos sectores al caso González, es que cuando la examinamos de cerca se limita a rechazar este tipo de excesos de la clase política, más que a verdaderamente repudiar el cáncer que constituye la politiquería dentro de la judicatura.

Al examinar las reacciones en la prensa, particularmente en El Nuevo Día, la tendencia es a demonizar al Presidente del Senado y condenarle por su descarado ataque al manoseado concepto de la independencia judicial, hasta el punto de colgar a un juez PNP. De hecho, unos días antes, el Senado colgó a la jueza Jazmín Nadal, un asunto que generó muy poca noticia. Claro está, la jueza Nadal había absuelto al alcalde de Cataño, que es un político de la oposición.

Pero, de qué se trata la llamada independencia judicial y a quiénes corresponde defenderla? En términos muy sencillos, la independencia judicial significa la existencia de un sistema de derecho en el cual los jueces son libres de resolver las controversias que surgen en una sociedad, a tenor con las leyes aplicables a las situaciones y las partes ante sí, exclusivamente a base de los dictámenes de sus conciencias y sin consideraciones extrínsecas al caso. De tal forma, las juezas y jueces, idealmente, deben ser capaces de adjudicar los derechos de las partes sin estar sujetos a consideraciones políticas o presiones sociales de ningún tipo.

En un sentido más profundo, el concepto de la independencia judicial tiene que ver con el mantenimiento de un estado democrático de derecho, pues le corresponde a la rama judicial ser la defensora de unos valores y principios trascendentales y perdurables, los cuales, los políticos, por la naturaleza de sus posiciones, tienden a querer traquetear y manipular. En teoría, por la naturaleza de sus cargos, los jueces tienen la seria responsabilidad de trascender cualquier tipo de presiones sociopolíticas en pos de proteger los valores que encarna el sistema democrático.

Se supone que en un sistema republicano de balance de poderes, y de pesos y contrapesos, la judicatura sea un freno a los políticos contra su natural tendencia a pensar y actuar a base de consideraciones inmediatas, garantizando así que la política pública nunca violente los principios, valores y normas que le dan sostén a toda la estructura democrática de gobierno.

Los jueces son al Estado democrático lo que serían los ingenieros estructurales a una construcción. Los políticos, en tanto, son una especie de decoradores de interiores dispuestos a destruir cualquier columna con tal de colocar un adorno. Como parte de esa función, los jueces y juezas se supone que sean, además, los defensores de los derechos de las minorías, pues una verdadera democracia liberal no es simplemente un sistema en el que la mayoría manda, sino uno que respeta los derechos de las minorías y se les reconoce su espacio y valor en la sociedad.

Por eso, no nos debe extrañar ni escandalizar que los políticos, embriagados de poder, quieran dominar la rama judicial para que no les estorbe en la promoción de sus planes e intereses inmediatos. Esa es la naturaleza de las ramas políticas de gobierno y no podemos pretender que se comporten contrario a ella. Lo que resulta verdaderamente escandaloso es que la propia rama judicial no sea capaz de defender su integridad y su espacio en la menguada democracia puertorriqueña y se rinda mansamente a los designios de la clase política, renunciando a su función constitucional de servir de freno y contrapeso. Por eso la verdadera responsabilidad por el estado tan maltrecho en que se encuentra nuestra judicatura como institución, no es, en primera instancia, de los Rivera Schatz y facsímiles razonables, como se pretende hacer ver, sino de la propia judicatura.

Hace un tiempo, el juez Martínez, del Tribunal Supremo, publicó el siguiente extracto en una de sus opiniones concurrentes:

La independencia judicial no está en juego aquí. Es tiempo que aceptemos que el cambio en visión y filosofía jurídica por el que atraviesa este Tribunal no significa el fin del mundo ni la hecatombe jurídica. Se trata del flujo normal de la marea judicial en una democracia, producto indirecto del mandato del Pueblo expresado donde corresponde, en las urnas. Ese es nuestro sistema constitucional. (Yiyi Motors v. ELA, 2009 TSPR 159; énfasis suplido).

Por otro lado, esta semana circuló la noticia que, alegadamente, la jueza Mildred Pabón Charneco, también del Tribunal Supremo, trató de convencer al juez González para que desistiera de su interés en ser reconfirmado por el Senado. Por esa conducta, en muchos países, un miembro de la judicatura hubiera tenido que renunciar a su puesto.

En la medida en que los jueces y juezas se conciban a sí mismos como representantes de una nueva mayoría en el país, identificada con un partido político, demuestran que carecen de los más mínimos atributos de carácter necesarios para ser jueces, y menos del Tribunal Supremo.

La pregunta es quién los enfrenta. Igual que se cae de la mata que le corresponde a los profesores defender la libertad de cátedra, quienes debieran exigir respeto a la independencia judicial son los propios jueces del sistema. Deberían ser ellos quienes lleven la voz cantante en defensa de su libertad para decidir en justicia y sin presiones externas. Esto, sin embargo, no ha sido así y nos lleva, irremediablemente, a lo que en un pasado artículo en 80grados identifiqué como el problema del ‘pecado original’ de los nombramientos judiciales.

Y es que desde hace muchos años, y como norma general bajo administraciones gubernamentales PNP y PPD, para que alguien sea juez o jueza tiene necesariamente que mover palas políticas para conseguir ser nominado y confirmado, aunque le sobre talento y capacidad. De una u otra forma, ese candidato a juez o jueza tiene que ser apadrinado por un político de importancia en un bautismo en el cual, lejos de purificarse, tendrá necesariamente que mancharse.

Como el sistema se ha corrompido tanto, y en general nadie está libre de pecados, es que resultan tan efectivos los chantajes de políticos como lo que realiza Rivera Schatz contra todos los jueces de la rama judicial. Por eso, Aldo González es meramente un chivo expiatorio utilizado por los políticos para mandar su mensaje a una judicatura con pies de barro e indicarle que quien se salga del corral, terminará degollado.

Lo terrible para el País es que dicha estrategia, en términos generales, les funciona.

Quienes nos relacionamos con los tribunales observamos todos los días, en mil situaciones distintas, excepto por honrosas excepciones, cómo la judicatura vive amedrentada y con pánico de fallar en contra del gobierno y los políticos, aún a los fines de salvaguardar principios que veinte años atrás considerábamos sagrados e incuestionables. Entonces, quién le pone el cascabel al gato?

*El autor es abogado. Para más, visite 80 Grados.

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