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Crónica: El apagón que no apagó a Puerto Rico

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A las seis y media de la tarde de ayer, embarque, junto a un grupo de amigos, en el ferry de regreso desde Vieques a Fajardo. La tarde comenzaba a declinar y un ambiente de tranquilidad coronaba lo que había sido un fabuloso día libre. No teníamos ni idea de lo que nos esperaba en la isla grande.

De pronto, en la línea de abordaje al barco, recibí el mensaje de un amigo, también periodista, que decía: ‘trata de llegar a tu casa lo antes posible’. Extrañado, le pregunté qué pasaba. ‘Explotó una termoeléctrica en Salinas’, me indicó, ‘hay una avería general en el país. No hay luz en casi todo Puerto Rico. Y la gente se vuelve loca cuando no hay luz en Puerto Rico’.

Ante esta premisa, comencé a preocuparme. Sin embargo, retazos de algunas conversaciones a mi alrededor tocaban el tema con una mezcla de calma y extrañeza.

Cercana y lejana a un tiempo, Vieques se convertía en espectadora soñolienta de la mayor falla del sistema eléctrico en la Isla en más de una década.

Empezaba a vislumbrarse algo del suceso a través de lo que publicaban los medios digitales y la radio (la señal de Internet llegaba perfectamente a los celulares), y en ese particular despertar a una realidad distante y colapsada, entramos al gélido interior del ferry preguntándonos cómo iría todo a nuestra llegada a Fajardo.

La negrura que envuelve al pasajero en mar abierto siempre resulta una experiencia sobrecogedora. Uno puede sentirse suspendido en el vacío que lo envuelve… pero nada puede compararse a la sensación de alcanzar la costa sumidos en la oscuridad. Desde las ventanas del ferry, solo podían verse algunas luces de emergencia en el muelle que posibilitaron, con lentitud y dificultad, que el barco alcanzase su destino.

Ya afuera, una extraña sensación de alarma envolvía los alrededores del puerto de Fajardo. Una multitud de viajeros incómodos caminaba a toda prisa en dirección a sus vehículos, en medio de una oscuridad solo rota por los faros de los automóviles que arrancaban a toda prisa.

De camino a nuestra guagua, pudimos constatar asombrados el apabullante brillo de las estrellas en el cielo. Nunca había visto nada igual. Uno de mis amigos aseguró que no recordaba una noche así desde los días posteriores al paso del huracán Georges, el 21 de septiembre de 1998. Curiosamente, ayer se cumplía el decimosexto aniversario de este fatal acontecimiento.

Las calles estaban tan oscuras que tuvimos que valernos de la linterna de los celulares para poder situarnos. No fuimos los únicos. El escenario parecía extraído de una película de terror o fantasía: aquí y allá, dispersos, podían verse halos de luces aisladas como un bosque de potentes luciérnagas. Los perros realengos huían asustados de los flashes.

Una vez enfilamos la carretera, pudimos ver patrullas de policía en las intersecciones tratando de regular el tráfico y manteniendo el control de la situación. Una amplia presencia policial se extendía en torno a Fajardo. Eran cerca de las ocho menos cuarto de la tarde cuando encendimos la radio del vehículo y, por primera vez, tuvimos acceso a la catarata de datos que comenzaba a filtrarse, en lo que se antojaba un escenario de pesadilla. La isla entera permanecía sin luz. La Autoridad de Acueductos y Alcantarillados (AAA) informaba de que cerca de un 30% de la población no disponía de agua en sus casas. Empleados de la Unión de Trabajadores de la Industria Eléctrica y Riego (Utier) trataban de controlar la situación y estimaban que el sistema podría tardar horas en recuperarse, pero no existían datos específicos, todo eran conjeturas. Se desconocía si las instituciones universitarias podrían abrir la mañana del jueves.

No obstante, los mensajes que más llamaron mi atención fueron los de alarma ante el peligro de inseguridad que podría asolar cada rincón del País. ‘Permanezcan en sus casas’, argumentaba el periodista a través de las ondas, ‘o pueden buscarse un problema’. Al parecer, la seguridad no estaba garantizada en ningún lugar de Puerto Rico.

Aquel escenario narrado, digno de un filme catastrofista, chocaba con lo que mis ojos estaban presenciando. En las carreteras, los vehículos fluían de manera constante. Los restaurantes de comida rápida y los negocios que permanecían abiertos gracias a la energía sus propios generadores hacían su agosto. En los estacionamientos no cabía un solo automóvil, y podían verse largas filas de clientes de todas las edades a la espera de pedir su orden. A lo largo de nuestra ruta, pudimos comprobar el dinamismo en todos los negocios. Al parecer, el hambre superaba el miedo a la inseguridad.

Las gasolineras también se veían desbordadas. Como si de una catástrofe se tratase, muchos ciudadanos habían decidido llenar los depósitos de sus carros, formando largas colas a la entrada de cada estación que íbamos encontrando. A la altura de Luquillo, grupos de amigos disfrutaban de partidas de billar, bebiendo cerveza en algunos chinchorros aislados que permanecían activos.

Nada más podía verse. Una oscuridad renovadora bañaba cada rincón de la isla, en una tierra que parecía dominada por el realismo mágico. Solo los recintos vallados de algunas compañías internacionales, o las instalaciones de los hospitales, brillaban como cometas desapareciendo de nuestro perímetro en cuestión de segundos. El tráfico fue disminuyendo y la presencia policial también.

San Juan parecía otra ciudad. Frente a Isla Verde, las débiles luces de algunas habitaciones de hotel fueron testigos únicos de nuestro paso. No obstante, la urbe se negó a dormir y a encerrarse por completo, pese a las recomendaciones oficiales y de los medios. En los restaurantes, podía verse a ejecutivos absortos en sus computadoras. Al atravesar Lloréns Torres, algunos vecinos permanecían sentados charlando.

La vida social se negó a plegarse en la noche más negra que se recuerda en muchos años, mientras los medios de comunicación de todo el mundo reaccionaban sorprendidos ante el eco de esta inesperada coyuntura.

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