Han sido muchos los casos durante este cuatrienio cuando, en el análisis del quehacer político, se ha reducido alguna controversia del gobierno de turno a un mero “problema de comunicaciones”.
Esta conclusión no solo minimiza la importancia del poder comunicar de forma clara y efectiva, máxime en momentos como los que vivimos, sino que además pretende esconder la realidad de fondo. Y es que, como decía aquella campaña de mediados de los noventa, “idioma defectuoso, pensamiento defectuoso”. A ese aforismo le añadiría, “administración defectuosa”.
El manejo de la información sobre la pandemia de COVID-19 las pasadas semanas es quizá el mejor ejemplo. La estrategia única de este gobierno para detener la propagación del virus ha sido encerrar a la población. Para su implantación exitosa, hace falta poder convencer a la ciudadanía que esta medida no solo es necesaria sino que se justifica a partir de los datos y la comunicación de las otras iniciativas que debiera estar tomando el aparato de salud pública. Hace falta además que el gobierno ostente un nivel de credibilidad que inspire confianza.
La total ausencia de esa credibilidad se ha manifestado de varias formas. La más reciente siendo la admisión por parte del secretario de Salud, recién nombrado, como llevamos diciendo todos a coro desde hace ya 25 días, que los positivos se estaban contando dos y hasta tres veces, ya que múltiples pruebas hechas a un mismo paciente se contaban como contagios individuales.
Con datos tan evidentemente deficientes, se hace difícil convencer a un pueblo atemorizado y al borde del abismo económico, que siga sentado en su casa confiando en la gestión pública.
La manera incoherente en que se manejó la comunicación del tema es dañina de por sí, pero delata un mayor problema de incoherencia en la operación del gobierno.
En un mismo día, el 16 de abril, cualquier puertorriqueño pudo, al ojear los medios, horrorizarse con múltiples ocurrencias de este fenómeno.
En un diario impreso, El Nuevo Día, se daba cuenta, en la página 6, de expresiones del Secretario de Salud a los efectos de que el gobierno estaba “completando los protocolos para hacer pruebas rápidas a todos los pasajeros que llegan al aeropuerto Luis Muñoz Marín”. En la página 10, sin embargo, bajo el titular, “No habrá pruebas obligatorias para los que lleguen a Puerto Rico”, el ayudante general de la Guardia Nacional aludía a “serias complicaciones” para justificar el abandono de la única otra medida que el gobierno se aprestaba a implantar para atajar los contagios.
De manera similar y, de nuevo, el mismo día, el secretario de Salud le dijo a Julio Rivera Saniel en Radio Isla que el gobierno tenía 256,000 pruebas para detectar el virus. El secretario de Asuntos Públicos de La Fortaleza le ripostó en Twitter, casi al instante, indicando que habían 400,000. El Vocero y Metro publicaban en sus ediciones impresas ese día que el propio Secretario de Salud les confirmaba que eran solo 200,000, y el titular de uno de los dos artículos reseñaba que “Salud no gestionó la compra de más pruebas”. Tres cifras distintas en menos de 24 horas sobre algo que debiera ser fácil constatar. ¿Problema de comunicaciones solamente? Claro que no. ¿Sabremos algún día dónde están las pruebas? Probablemente cuando de aquí a dos años el Leon Fiscalizador las encuentre en un almacén en Ponce.
Porque almacenadas estarán… quizá. A Primera Hora el Secretario le dijo que “devolverlas sería inconsistente con la necesidad del país”, en referencia a la posibilidad de que se tomara acción legal contra el intermediario en la compra de decenas de miles de pruebas rápidas. El mismo día le dijo a Metro que sí podrían devolverse. Así que, ¿quién sabe? Ciertamente, el gobierno, no.
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