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Opiniones

La cruzada política

Jaime Sanabria.
Foto: Suministrada

La libertad es ese reducto de los que han aprendido a desafiar a los prejuicios. Y también la extensión individual del pensamiento que desenfunda las creencias sin temor a que las sojuzguen quienes se creen auditores de la moral.

No estamos ahora en tiempos más proclives para juzgar como nocivas las creencias del prójimo en contraposición a las propias que en otros periodos de la historia, pero es precisamente esa pervivencia, ese no aprender del pasado, lo que hace que la estigmatización de los antagonismos ideológicos revista una especial gravedad.

Se nos supone a los seres humanos una capacidad adaptativa, un saber reconocer los errores pretéritos para evitar los futuribles, pero la misma historia nos devuelve, cíclicamente, nuestra capacidad para volver a incurrir en ellos. Será que no podemos salirnos de nuestra condición como especie y acabamos replicando nuestras conductas sin apenas revisionismo; será igualmente que estamos condenados a reiterarnos en nuestras debilidades generación tras generación.

A principios de esta semana, la senadora del PIP, María de Lourdes Santiago, hizo unas declaraciones en la prensa, así como en sus redes sociales, mediante las cuales expuso que su compañero senador del PPD, Albert Torres Berríos, “no está apto para ser un funcionario público”.

Además, interpeló al presidente del Senado, José Luis Dalmau, para que explique por qué mantendría en las presidencias de las comisiones de Juventud, Recreación y Deportes, y la de Agricultura y Recursos Naturales, al senador Torres Berríos, siendo este alegadamente una persona vinculada “a una organización que no solo lo unge como rey, sino que se dedica a predecir irracionalmente eventos apocalípticos”. Voy al grano, la senadora pipiola, con ínfulas herodianas, sugiere pedir la cabeza de un compañero senador por la participación de este en un culto religioso. Y para tratar de lograrlo, intenta conectar dos eventos no relacionados entre sí, a saber, la investigación que hizo la Comisión de Ética del Senado de Puerto Rico sobre unas imputaciones en contra del senador Torres Berríos y la participación de este último en un culto religioso.

En la política, se puede ejercer la oposición con múltiples argumentos, desde múltiples perspectivas, desde la consistencia que dan las ideas personales en tanto en cuanto se revelen diferentes a las del rival y se entiendan constructivas, fortalecedoras. Pero lo que, en ningún caso puede permitirse, es que se arremeta contra el adversario prendiendo fuego a la pira de las creencias o prácticas religiosas.

Esa es, precisamente, la mecha que pretende activar la senadora, combatiendo en la arena política con el armamento incendiario del prejuicio religioso, acusando al senador Torres Berríos de pertenencia a una organización religiosa presidida por Elsa Magdalena Hayden, que se arroga la condición de profeta y que lo ha ungido “rey” a saber de qué. “Rey” con las comillas remarcadas por lo simbólico del título en un territorio desprovisto de cualquier variante de coronas como es Puerto Rico. Sería del todo preocupante que el senador se hubiese ungido “rey” a sí mismo, pero si recibe el reconocimiento por parte de otra persona, poco puede hacer el interfecto para sacudirse lo nominativo del título. Después de todo, tampoco sería el primer ungido mesiánicamente.

Demuestra escaso fuste personal que una profesional de la política como la senadora, que juró el cargo ante una doble Constitución, la puertorriqueña y la estadounidense, que salvaguardan en su primera enmienda y en letras de oro, la libertad individual para profesar cualquier creencia religiosa y que impiden, las dos, en su esencia, que se juzgue a alguien en virtud de ella.

No acierta la senadora cuando esboza argumentos penalizadores en los que baraja la posible cercanía del senador a un grupo religioso y los mezcla falazmente con su aptitud u oportunidad para ejercer el cargo y para recuperar la presidencia de las citadas comisiones.

Prevarica ideológica y políticamente la senadora, al esgrimir como motivo central, para la exclusión del senador Torres Berríos, el ideario religioso de este, o su participación en un culto que a ella le parece “irracional”, porque la Constitución puertorriqueña avala la libertad de fe del senador.

La religiosidad es ese conjunto de intangibles que descansa en el cajón más íntimo de la mesa de noche que cada uno abre hasta donde decide para extraer la dosis de confort espiritual que las creencias proporcionan. Hay otros muchos que no necesitan recurrir a los dioses que militan en ese cajón y buscan ese mismo confort espiritual a través de otras vivencias, de otros tótems, de otras guías; se les conoce como ateos, o como agnósticos, y son igual de respetables que quienes se declaran creyentes. La misma Constitución defiende su libertad para no creer en deidad alguna.

Yerra en su estrategia –y más si la reviste de electoralismo– la senadora al señalar a la religión de un colega, o su participación en un culto, como determinante para proponer su apartheid político, porque cientos de militantes y simpatizantes del PIP albergan una fe cristiana con independencia de su visión política.

Insta la senadora a una cristianofobia que no debiese ser promovida por ningún estamento social, pero menos por una representante democrática del pueblo. Abonar con odio la convivencia puede provocar malformaciones sociales que arrojen una cosecha de revoluciones innecesarias por inútiles, por tener como fondo la legitimidad o la prevalencia de unas u otras ideas, y que no alienten al progreso y al igualitarismo social.

El desenfreno es un exceso de libertad mal gestionado y puede adquirir múltiples formas.

Pero el que se reboza en el ataque verbal a las creencias o prácticas íntimas del prójimo, corre el riesgo de volverse contra uno, contra una en este caso, escogida por el pueblo por su presunta ponderación y para mejorar las condiciones de vida de sus compatriotas: nosotros mismos, pero debe hacerlo siempre de la mano de la Constitución, y no contraviniéndola en su ADN.

Incitar a otros seres humanos a que violen la cláusula constitucional de libertad religiosa, propugnar el discrimen por ideas religiosas, perpetuar el discurso de odio hacia los creyentes, querer ridiculizar a otro por razón de creer o practicar algo distinto, es una de esas cruzadas que debió erradicarse hace varias centurias. Estamos a tiempo.