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Ningún rey siente vergüenza, tampoco sus alzacolas

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Columna de opinión de Víctor García San Inocencio.

Llega el monarca. El suelo alfombrado por lomos serviles de los «más altos» funcionarios que renuevan sus votos de humillación colonial es esta vez azul. Una medallita para consolar al alcalde y otra al gobernador —ambos novatos en sus cargos— sirve de pago por la pleitesía al rey Felipe VI. Curiosa premiación o pronto pago por lo que no han hecho. Antes y detrás, vienen las comitivas que anuncian fabulosas relaciones comerciales. Suena más a lo mismo: créditos contributivos, incentivos, concesiones especiales y un gran etcétera, para pasados o futuros clientes, o para amigos del alma. Huele a ciudades del deporte y a marbete.

De lo que no se habla es de la gigantesca estafa. No me refiero a la de la Junta de Supervisión Fiscal exprimidora, ni a la del Plan de Ajuste de la Deuda demoledor, que pone de rodillas las finanzas y al potencial desarrollo económico, para que el gobierno y su séquito de comisionistas puedan seguir guisando cuando le permitan tomar prestado de nuevo. Claro está, con el objetivo de embrollar al país para «obras» por contratistas amigables. Como fue el caso del puente Moscoso que llega al aeropuerto, que nos ha costado el vivir a quienes pagamos un peaje más caro que el del túnel bajo el Canal de La Mancha entre Francia e Inglaterra. Una obra española, más cara que todos los puentes sobre los ríos Tajo, Ebro y Guadalquivir en la Península Ibérica, o tan costosa como la Alianza Público Privada cuya administración mexicana del LMM controlará todo aquello por décadas. A cambio de una ciudadanía extra, cualquier gobernador de aquí es capaz de venderle el alma al diablo; por una medallita, no alcanzamos a ver cuántos embelecos más puedan inventarse para regalar el presente y el futuro de Puerto Rico.

La alfombra azul de la administración PNP se extiende —otra distracción para desviar la atención de la masacre de la Juez Swain y Pierluisi— mientras las áreas por donde pasearán a «su Majestad» Felipe se maquillan, la pompa y el boato se renuevan —-esta vez sin la Gran Regata— y, ¡ albricias !, nada se dice de la estafa con la que el imperio español entregó descaradamente a Puerto Rico como botín de guerra en 1898, luego de ser vapuleada en la guerra hispano-cubana-estadounidense. Mayor fue el atraco de Estados Unidos cuando se apropió de Puerto Rico, cuando lo invadió, pues ya la guerra se había decidido en las batallas de Manila y Santiago de Cuba. Los dos imperios que más muertes han provocado en el último medio milenio se juntaron en esta treta que mantiene a Puerto Rico como la colonia más antigua del planeta. Nada se dirá de esto.

Pero al rey español, de una monarquía colapsada y postiza, re-impuesta por el dictador Francisco Franco, a la que accedió por el desprestigio de su padre Juan Carlos —muy celebrado aquí por los alfombrantes de la facción roja, con nebulosos «negocios» —así le llaman— y dinero saudíes, cacerías de elefantes y hasta una flamante «corina»— no le explican, o no lo ha entendido y llega a Puerto Rico a echar sal sobre la llaga colonial hispano-estadounidense.

España, su monarquía, que nunca se disculpará por nada —y menos por sus actos de opresión colonial en Puerto Rico— es la misma monarquía que aprisiona varias naciones que no han alcanzado sus Estados y que persigue a sus pueblos por siquiera reclamar su derecho a consultarse para decidir su destino. Los casos más dramáticos de esa opresión son Euskadi —que aquí llamamos País Vasco— y Catalunya o Cataluña. En esta última, las fuerzas policiales rompieron a palos un referéndum irrumpiendo en los colegios electorales y persiguieron a los organizadores. Algunos líderes del movimiento para decidir por las urnas terminaron presos. Eso no ocurrió en la época de Betances, ni de Baldorioty u Hostos en el siglo XIX. Eso sucede todavía. A manos de la monarquía del olé, el chorizo y la pandereta. Al País Vasco, tampoco se le permite siquiera consultar a su gente sobre si quieren la independencia. Todo el mundo sabe por qué. Ambas naciones, la vasca y la catalana, son muy prósperas, más que el resto de esa España. En cada una de estas mucha de su gente comprende los perjuicios que le provoca estar dentro de esa monarquía y quieren ser libres, como todo pueblo, tarde o temprano, antes o después quiere serlo.

¿Por qué culpar a vascos y catalanes por no querer seguir siendo parte de un Estado que actúa simplemente como rabo de los Estados Unidos? ¿Por qué culparlos cuando el proyecto neoliberal y neo-imperial estadounidense, y el maridaje español tiene tantas terribles repercusiones en España y en el mundo? ¿Por qué un país tiene que estar metido en guerras inventadas como la de Iraq o haciendo de consorte de las empresas, incluidas las de hidrocarburos, de Gran Bretaña y de los EE UU. El rey de la «monarquía-rabo», seguro que leerá en alta voz —si es que a sus balbuceos se le puede llamar lectura— y musitará algunas frases engorrosas que le escriban sobre lo contento que se pone cada vez que llega a EE UU y Puerto Rico. Así lo ve él y lo dijo en su primera visita a San Juan ante la perplejidad de cientos de figuras cimeras de la cultura y lengua castellana en Iberoamérica que estaban presentes. Es casi seguro que lo repetirá.

Tampoco se disculpará, reitero, por «sentirse tan a gusto en EE UU». Tengo que pensar que no entiende, que no conoce, o que algún accidente cerebrovascular le impide comprender que España es para EE.UU. una simple base militar y un socio menor para algunos negocios, muchos de estos turbios o perjudiciales para la humanidad.

Los puertorriqueños reclamamos nuestro derecho a decidir nuestro destino, derecho negado una y otra vez por EE.UU., se lo recordamos al rey visitante. Así como también proclamamos el mismo derecho de todas las naciones a decidir. La nación puertorriqueña le recuerda a Felipe VI y sus alzacolas de aquí que: Euskadi-k Erabakitzeko Eskubidea-Du — País Vasco tiene derecho a decidir— y que: Catalunya té Dret a Decidir : Cataluña tiene derecho a decidir y Puerto Rico, también. Tres pueblos, una sola lucha.

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