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Opiniones

«Entallar» la mirada, no la falda

Por Lic Jaime Sanabria May 12, 2022
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Columna del abogado Jaime Sanabria Montañez

De ordinario, y a lo largo de la historia, las mujeres se han visto sometidas por el hombre. Esa apreciación resulta incontestable desde cualquier óptica. Cualquier imperio estuvo y está –los todavía existentes– capitaneado por hombres. Los poderes económicos y militares estuvieron, y siguen en manos, de varones y, aunque comienzan a haber excepciones, son solo eso, excepciones femeninas en un planeta eminentemente masculino.

Por muchos años, el dominio del hombre se había extendido en todos los órdenes: económico, social, profesional, político, militar. Solo en los ámbitos domésticos, las mujeres, algunas, habían conseguido imponer su personalidad y erigirse, no pocas veces, en cabeza de familia de facto.

Sin embargo, el movimiento feminista, tan presente en la sociedad desde finales del siglo XIX, pero tan minoritario hasta hace pocos años, ha cobrado fuerza a lo largo de este siglo XXI, y la corriente del Me Too ha conseguido no solo una concienciación de la lucha por la igualdad de sexos, sino una globalización de la defensa de los derechos de la mujer en persecución de su inevitable igualación con el sexo masculino.

El itinerario no ha sido, no está siendo, fácil. Obstáculos intemporales, atávicos, dificultan esa necesaria equiparación definitiva. En un mundo diseñado y regulado por hombres, deben derribarse a diario esas defensas que demasiados todavía se esfuerzan en mantener sólidas, amparados por lo que ellos consideran un derecho adquirido a fuerza de siglos, imposiciones, violencia y machismo asimilado a las conductas cotidianas.

Está siendo tiempo de mujeres, de proliferación de presidentas, de ministras, de jefas de agencia, de legisladoras, de ejecutivas, por significar algunos de los espacios de poder que se van liberando de carga masculina y compensando con la femenina, pero también acontecen tiempos de astrofísicas, de matemáticas, de cirujanas, de astronautas, de juezas y de cualquier otro desempeño de profesiones tradicionalmente asociadas a hombres. Cierto que todavía resta una brecha que atajar (en particular, en países sin unas estructuras democráticas consolidadas y en los regidos por tiranos o regímenes religiosos absolutistas), pero el espejo liberador de la mujer del llamado Occidente está calando en el conjunto del globo terráqueo, aunque a velocidades de propagación diferentes.

No obstante a lo descrito, el varón sigue ocupando un rol protagónico en el territorio de la violencia, de la agresión sexual, de la violación, de conductas de acoso hacia la mujer que solo a través de la persistencia de las denuncias, de la estigmatización de los agresores (sin caer en la presunción de culpabilidad de todo aquel que es denunciado por una mujer), de leyes que protejan (quizás, incluso, de más en esta primera fase de igualación intergenérica) la libertad de la mujer para manifestarse como elija sin temor a ser hostigada.

En esta tesitura, han resultado polémicas las manifestaciones de la legisladora Lisie Burgos, en el sentido de que las propias mujeres deberían comedir su indumentaria para no provocar a los hombres y también para no condicionar el veredicto de cualquier juez que deba decidir sobre alguna denuncia por actos lascivos hacia ellas, por presentar un aspecto que podría ser considerado como poco decoroso, como incitador per se a comportamientos lascivos y absolver, por ende, al agresor. Se han dado casos, se siguen dando casos.

No hay que olvidar que, en una agresión de carácter sexual, la culpa siempre es del agresor o de la agresora, nunca de la víctima, con independencia de su indumentaria. Transcurrimos en una época de exhibicionismo libre de los cuerpos; las redes sociales han normalizado ese prurito de muchos de hacer templos visitables sus propios cuerpos cultivados en gimnasios o no, perfectos o con las imperfecciones propias de una especie humana que no ha producido dos especímenes iguales entre los centenares de miles de millones de seres que han ido poblando nuestro planeta desde que el sapiens se erigió en el homínido dominante.

Vivimos una época de abolición de complejos –aunque persistan todavía demasiadas etiquetas de perfección anatómica– y esa circunstancia se ve potenciada por la libre elección de vestimentas, sin que los demás deban pronunciarse más allá de sus gustos o disgustos personales, pero sin invadir la libertad de elección de quien se viste o se desviste.

Las declaraciones de la representante Burgos han encontrado respuesta inmediata en mujeres puertorriqueñas que gozan de representatividad política; de ese modo, la vicepresidenta del PPD y alcaldesa de Morovis, Carmen Maldonado, se ha expresado con rotundidad al respecto y, en su literalidad, declaró que “es increíble que, a estas alturas del siglo XXI, aún se ventilen estas conductas retrógradas que en nada aportan a la justicia y al respeto a todos los seres humanos. Según la representante de Proyecto Dignidad, las mujeres acosadas y violadas pueden incitar a la violencia por su manera de vestir. Precisamente, por eso, que es urgente arreciar en la educación sobre la equidad y respeto a la dignidad de todos los seres humanos”.

Las palabras de la primera edil de Morovis sintetizan la verdadera esencia del conflicto: educación, pedagogía, erradicación de prejuicios, voluntad político-social para revertir conductas ancestrales que, aun estando integradas en la naturaleza de algunos seres humanos, son educables, porque si por algo nos caracterizamos los humanos es por nuestra capacidad para aprender, para racionalizar.

Una agresión sexual no puede ni justificarse, ni siquiera atenuarse, por las pulgadas de piernas al descubierto, ni por la abertura de un escote; la atracción, entre miembros de una misma especie, es consustancial a la vida porque su continuidad se basa en la reproducción fruto de esa atracción, pero siempre con el consentimiento de las partes intermediando en la sexualidad. Ninguna leona, por muy fuerte que sea el león, se deja copular por un macho que ella no haya escogido. En la naturaleza, el acuerdo entre los géneros es una constante en las especies (no sin una lucha, por lo general de los machos, para aparearse), y solo la parte masculina de la humana ha impuesto su mayor fortaleza para avasallar históricamente a la femenina.

Pero ya no. No debe ser propio de este estadio evolutivo de la humanidad tener que alargarse las faldas del uniforme escolar por debajo de la rodilla –como se ha propuesto desde la Administración de algunos colegios – para evitar incitar al chico y, de ese modo, prevenir potenciales agresiones. Esas prácticas de la Inglaterra victoriana, ese ponerse la venda antes de herirse, ese restringir la libertad para no despertar a la bestia, debe ser una cruzada social abordable desde todos los estamentos, desde todas las ópticas, desde todas los frentes posibles para educar la mirada y desposeerla de cualquier unilateralidad.

Las declaraciones de Burgos fueron emitidas en el contexto del proyecto sobre el acoso callejero que, a pesar de sus graves defectos constitucionales, de su redundancia y de su manejo incorrecto de distintos conceptos jurídicos, fue aprobado en el Senado, y está pendiente ante la Cámara de Representantes. Pero, ni siquiera ese contexto ha atenuado las críticas de una oposición que ha visto, en esa pretendida autorestricción indumentaria, una involución en el camino recorrido por la equiparación de las libertades entres hombres y mujeres.

Sigue habiendo un problema de acoso callejero en Puerto Rico, pero la solución no debe ser que las mujeres se enfunden en una burka. No demos pasos hacia atrás, porque cualquier retroceso cabría considerarlo una derrota en el proceso de igualación de derechos y libertades intergenéricas que ha cobrado ya demasiadas víctimas y que cuenta con el apoyo mayoritario de la sociedad puertorriqueña, en particular, y de la occidental, en general.

Consenso, pedagogía, comprensión, libertad, basta esa tetralogía terminológica para hacer frente a lo unívoco de las relaciones entre hombres y mujeres.

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