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Opiniones

No quiero dar la cara

Columna de opinión del profesor de derecho laboral, el licenciado Jaime Sanabria Montañez.

El licenciado Jaime Sanabria Montañez.
Foto: Archivo/NotiCel

A estas alturas de la humanidad, la privacidad absoluta está reservada solo para algunas tribus amazónicas que nunca han sido contactadas por otros seres, aunque ni siquiera ellas han estado del todo exentas de invasión a su intimidad, porque los antropólogos tienen identificados aquellos clanes que viven sin estímulos exteriores y que todavía son respetados como tales, menguante su número, no obstante.

También los habitantes de la isla de Sentinel del Norte, situada en el Océano Índico, en el archipiélago de Andamán y Nicobar, se han granjeado la fama merecida de hostiles, desde hace al menos dos siglos, porque ningún foráneo ha podido desembarcar en ella y continuar con vida, tras ser recibido y abatido por lanzas.

Al margen de estas excepciones y alguna otra, el resto de los humanos tienen, tenemos, la intimidad vigilada por sistemas de observación espacial casi omniscientes (una de las virtudes que se le atribuyen a Dios) o por la trazabilidad que deja un celular en uso, incluso apagado.

Resulta imposible salvaguardar esa privacidad para un ciudadano común y corriente; nuestra facilidad de acceso a la tecnología propicia que la misma tecnología tenga todavía un mayor acceso a nosotros.

Asumido eso, asumido que formamos parte de un entramado que tiende a ese Gran Hermano que desarrolló como personaje Orwell en su 1984 (escrita en 1949), la sociedad, entendida como abstracción que regula las relaciones interpersonales, intenta legislar para que, pese a la imposibilidad del anonimato, sus componentes, nosotros, no veamos lesionados nuestros derechos por cualquier ojo que todo lo vea y que esté en manos de potenciales desaprensivos.

Son pocos los lenguajes universales que coordinan la civilización: la palabra, la imagen, las matemáticas, la simbología química, la música; algún otro existe, pero no alcanza el calado de los mencionados. Y si hasta hace poco la palabra, la escrita y la verbalizada, imponía su monopolio comunicativo en las también referidas relaciones humanas, la imagen (entendida como el rostro humano) está en vías de sobrepasar, si es que no lo ha hecho ya, a la palabra, al código que nos ha permitido desarrollarnos hasta lo que somos por la transmisión generacional del conocimiento.

Y sobre la imagen - o sea, la cara -, sobre el mal uso de la misma, hago esta reflexión. Ello debido a la proliferación de programas, incluso transnacionales, para crear ingentes bases de datos con los rostros humanos como denominador común. La Unión Europea nombra a esa gigantesca herramienta de almacenaje facial, todavía en fase de construcción, Prüm II. Su finalidad es avanzar en la lucha contra el terrorismo a través de complejos programas que se sirven de la Inteligencia Artificial (AI) y de la globalización de la videovigilancia en espacios tanto públicos como privados. Prüm II facilitaría el uso del reconocimiento facial retrospectivo basado en imágenes de cámaras de videovigilancia, fotografías policiales o, incluso, aparecidas redes sociales. Un completo y complejo sistema de vigilancia que, pese a estar reservado, teórica y estatutariamente, a los policías de cada estado o a la paneuropea de la Europol, pone claramente en riesgo la privacidad de los ciudadanos.

Pero, por encima de los fines policiales, cualquier interés privado podría estar sujeto a ese cotejo si nuestro rostro figura en una de esas bases de datos con la leyenda implícita de “wanted” o “dangerous” en distintas gradaciones. En aquella vieja Europa, de ordinario pionera en la salvaguarda de los derechos y libertades individuales, organizaciones en defensa de los derechos digitales están solicitando que se revisen las coordenadas del proyecto para que la herramienta no transgreda las necesidades de las fuerzas de ley y orden, y para evitar que pueda recalar en organizaciones privadas capaces de traficar con esas bases de datos para controlar, todavía más, nuestros movimientos y patrones de conducta y nos obliguen a tomar decisiones en función de unos y otras.

Mientras, en Puerto Rico, apenas se ha discutido el asunto por institución alguna, pública o privada, hecho que denota la inopia en la que vive nuestro territorio, el apartamiento del continente pese a formar parte sui géneris de él, acrecentándonos el complejo de ser “el patito feo” que describía el poeta puertorriqueño Luis Lloréns Torres, o sea, el rezagado, el que nadie quiere. Lo más cercano que hemos tenido es el Proyecto del Senado Núm. 882 – “Ley para la Protección de la Intimidad Digital” – que busca, de una manera genérica, “proteger la información personal de los consumidores y garantizar el derecho a la intimidad en la era digital”, pero el mismo fue referido a la Comisión de lo Jurídico, en mayo del 2022 y, desde entonces, no ha pasado cosa alguna con él, por lo que, actualmente, podría decirse que duerme el “sueño de los justos” en la aludida comisión.

En Estados Unidos, la controversia ante esa potencial intromisión en nuestra biometría se incrementa ante la dispersión de enfoques. Sin apartarnos demasiado del presente, escuché el otro día The Daily, un podcast del New York Times, en donde se reseñaba que el Madison Square Garden había impuesto un sistema de rastreo facial a quienes acceden al aludido recinto y niega la entrada a aquellos que figuran en una de esas bases de datos obtenida ¿de dónde? ¿bajo qué procedimiento? ¿bajo qué facultad legal?

En esta tesitura, los legisladores de un puñado de estados norteamericanos vienen combatiendo –desde hace ya tiempo algunos, no tanto otros– para preservar la privacidad de la información biométrica como extensión esencial a las leyes generales de protección de la privacidad. Sin embargo, la rápida penetración de la inteligencia artificial ha posibilitado que las herramientas para la identificación biométrica sean no solo más potentes, sino más extensas, y más proclives a que bandas tecnológicas organizadas comercien con los repositorios derivados de ellas. Y es que el progreso siempre viaja a mayor velocidad que las leyes que regulan sus novedades.

Estados como Illinois y Washington, ciudades como Baltimore, Portland y Nueva York, ya disponen de leyes que regulan el uso comercial de la biometría. Otros estados como California, Colorado y Virginia se incorporarán al control a lo largo de este 2023.

El mimetismo de los pioneros, tanto los europeos como los estados y ciudades estadounidenses más vanguardistas en esta defensa de los derechos biométricos de sus ciudadanos, no ha servido para que en nuestro país se abra siquiera un debate técnico-político que aborde esta intromisión indebida en las vidas, tanto privadas como profesionales, de nuestros compatriotas. Miles, decenas de miles de videocámaras colocadas tanto en espacios urbanos como en edificios y negocios de todo tipo sí están recogiendo, y almacenando, imágenes de todos nosotros. Solo hace falta cruzarlas con programas de AI para convertirlas en información confidencial, transferible y chantajeable. Debemos seguir el ejemplo de las jurisdicciones avanzadas y comenzar, siquiera comenzar, a copiar, cuando menos, las medidas protectoras que otros estamentos han puesto en práctica para proteger los derechos de los suyos.

Somos un territorio hospitalario; no disparamos lanzas sino sonrisas a quienes nos visitan; hemos sido contactados hace muchos siglos y nos gusta lo nuestro y también lo exterior, pero los descendientes de aquellos boricuas que nos identifican como gentilicio histórico tenemos los mismos derechos que los europeos y estadounidenses a estar protegidos de agresiones y agresores biométricos invisibles que puedan comerciar con nuestro rostro sin nuestro consentimiento.

Somos conscientes de que la privacidad absoluta es una utopía en este cuerpo planetario tan sofisticado en el que ha devenido una tierra sometida por la tecnología, pero exijamos, cuando menos como puertorriqueños, el levantamiento de algunas barreras patrias de protección digital para que no resulte tan sencillo arrebatarnos nuestra intimidad y para dejar de ser el “patito feo” al que siempre parecemos destinados a ser.