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Herederos

Cuentan algunos capítulos de la vasta y compleja historia universal, esa insoportable, para muchos, lección escolar que podría evitarnos repetirla si la comprendieramos, que el hombre se había convertido en un gran orador del Partido Obrero Alemán sobre finales de 1919.

Un año más tarde, sus ideas sobre el nacionalismo, la expansión de Alemania, la defensa de los arios como raza superior y los judíos como objetivo final, ganaban ya el corazón y la mente de sus compatriotas malheridos por la derrota en la primera guerra mundial.

Muchos de sus improvisados discursos tenían como escenario barras y cafetines de Munich o Berlin, ante una pequeña audiencia alcoholizada, pero que también sumaba al proyecto del disertante. Nada intelectual, con escasa formación elemental -se dio de baja a los 16 años de la escuela superior para vengarse de su padre- en esas arengas trasnochadas también su voz sonaba al ritmo del alcohol que ingería.

Se llamaba Adolfo Hitler.

Como en todo movimiento mesiánico, hubo intelectuales envueltos. Uno de ellos, el doctor Paul Joseph Goebbels, tan vanidoso como cruelmente inteligente, fue su ministro de propaganda y una de las voces más influyentes del Tercer Reich. Pero hubo muchos intelectuales, miles de ellos, opuestos al régimen que, incluso, pagaron con su vida esa toma de posición.

Goebbels y su esposa, quien primero se encargó de matar a sus seis hijos, se suicidaron cuando todo terminó en 1945. Si este recuerdo es terrorífico, no lo es menos el que ejemplifica la baja miseria humana cuando todo vale: el de los niños judíos a quienes los guardias alemanes entregaban dulces antes de introducirlos en las cámaras de gas.

Cuatro millones de judíos, al menos reconocidos oficialmente, murieron torturados por asfixia en esos galpones inmensos que albergaban cubículos con camastros y duchas, pero de éstas no salía agua, sino gas, el arma letal que culminaba la oratoria, el discurso del fanatismo.

Para la misma época, Benito Mussolini, 'El Duce', gobernaba como primer ministro de Italia, entre 1920 y 1943, encabezando el fascismo que perseguía en la base de su discurso a liberales y comunistas y asentaba su poder en el militarismo y el nacionalismo. Una fómula idéntica en varios de sus postulados convirtieron a Hitler y Mussolini en aliados, y su reinvidicación aún hoy en día puede costar la cárcel o una multa en países con memoria histórica, como Francia. Ahí está la noticia, viva y actual, de un diseñador llamado John Galliano como ejemplo de la aseveración.

Poco de todo lo leído sobre este oscuro y horrible tramo del pasado reciente puede reemplazar una escena de una película que toca el fascismo en toda su crudeza, que he visto muchas veces y me transmite la mejor -y horrible- síntesis sobre hasta donde puede descender el hombre-bestia captado por el discurso del odio. En 'Noveccento', dirigida por Bernardo Bertolucci y estrenada en 1976, Donald Sutherland, como un oficial de bajo rango de los llamados 'camisas negras', bebe y baila con su amante en una sala hasta que aparece, desde un dormitorio de la casa, el hijo de la mujer, de unos 7 años.

Sonriente, con una mirada más cerca de la locura que de la embriaguez, el personaje toma al niño por las piernas y comienza a girar sobre sí mismo, todos ríen con el juego, incluido el niño...hasta que su cabeza choca por primera vez contra una pared. El personaje interpretado por Sutherland deja de sonreir, su cara es una máscara de odio incontenible y gira cada vez más rápido sobre si mismo, hasta que la cámara sólo enfoca una pared blanca y sobre las sombras proyectadas, choca una y otra vez la cabeza del niño.

La historia enseña que todas las masacres comenzaron con discursos fanáticos, discriminatorios, más apoyados en la división social e ideológica que en ideas serias de evolución para el conjunto, sustentados en la acusación que provee la ignorancia -'brujas', gritaba la mediocridad de entonces a las mujeres pensantes y valientes, y la inquisición católica (creada en el siglo XII por el papa Lucio III) de la España del 1400 las quemó en la hoguera, junto a judíos y sospechosos de judíos.

El debate siempre es bienvenido, pero la discusión se torna peligrosa cuando se condena al adversario por su origen étnico, su ideología o su estilo de vida.

Por estos días y por estos caminos del mundo, hay voces extremas que en sus discursos expulsan a los homosexuales a Miami, o les determinan su final en el infierno, y han agregado ahora a los intelectuales, a los liberales que suelen tener el pensamiento crítico, pero abierto a la pluralidad y al razonamiento del interlocutor.

Por ahora es un discurso, palabras cargadas de intolerancia hacia los otros.

Pero también lo eran las que pronunciaba Hitler al comienzo, antes del genocidio...

PUNTOAPARTE
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