Placer eleccionario
Aún no estoy segura de lo que impidió por tantas semanas que mi cuerpo hirviera como lava y me privó del placer. Lo que sí me consta es que con el fin del proceso electoral ese calentón se reprodujo -una y otra vez- por cada recoveco sanguíneo de mi ser.
No creo que haya tenido alguna relación con la asquerosa y patética contienda de la cual ninguno de nosotros pudo escapar. Solo sé que estuve mordiéndome las uñas -cosa que nunca suelo hacer- durante toda la jornada del escrutinio en espera del candidato que se impondría sobre el perdedor.
Como buena boricua, me preparé con suficientes municiones de alcohol para la batalla partidista que se desataría, y que me disfruté por todos los formatos posibles (radio, tele, web y redes sociales) durante largas horas.
Con todo y lo cerrada que se mantuvo la diferencia, desde temprano se anticipó que Agapito le quitaría el trono a la versión boricua de Milhouse. Mas no fue hasta pasada la media noche que los populares declararon su victoria y que los penepés comenzaron a hacer sus maletas.
Y entonces, de la nada, mientras los de la palma desmontaban tarima y el comité lucía desolado -yo lo presenciaba tirada en la cama- me comenzó el cosquilleo y mis pezones rosados se irguieron como soldados listos para marchar. Escuchar al liderato despedirse -sin aceptar la derrota aún- me siguió calentando el cuerpo.
Mis labios inferiores comenzaron a gritar y a babearse, la entrada al Templo se hacía cada vez más ancha. Mi mano se manifestaba –de forma incontrolable- al mismo tiempo que la pequeña bala vibradora que tengo reservada para el Rey del placer. Embarré de chocolate el plástico azul que guardo y hasta me lo saboreé.
Debí haber tenido, al menos, unos tres orgasmos esa madrugada en la que desperté en varias ocasiones, sudando de placer.
Se apoderaron de mi –una vez más- las costumbres ninfómanas; me entregué con cuerpo y alma al recuerdo del peor gobernante que ha tenido el país. Su fin, me excitó de verás.