La brutal realidad golpea en Haití (galería)
Puerto Príncipe, Haití - Tenía miedo. No ese miedo que te paraliza sino el que te mantiene alerta y pensando en 20 mil escenarios distintos de aquello que podría pasar. Me dirigía a un destino para mí desconocido. Me dijeron era peligroso, la criminalidad rampante. Quizás era cierto; tal vez no quedaba un país o sentido civil, pero eso estaría por verse.
El viaje fue corto, unos 45 minutos desde el Aeropuerto Joaquín Balaguer en Santo Domingo, que me recordó al de Isla Grande. A bordo del pequeño avión de dos hélices había cupo para 18 personas pero iba vacío. No hubo aviso del capitán cuando por la ventana, al fin, la vi.
Puerto Príncipe imita una ciudad en medio del desierto. Ese tono cremoso, con mucha bruma y polvo que parecía Medio Oriente. Se nota la sequía que le afecta, más severa que la que golpeó a los boricuas en el 2015.
Casas apiñadas en los llanos, en las montañas, en todos lados. Me recordó las más angostas calles y frágiles casas cercanas al caño Martín Peña si fuera una montaña. El aeropuerto era el único espacio abierto que se veía desde el cielo, difícil de ver entre el humentínpor la quema de madera, aceite o cualquier cosa que hiciera la vida más productiva.
Ese humo también alerta. Una crisis política mantiene al país con los pelos de punta y las columnas negras que se alzan sobre la ciudad se deben a las protestas. Aquí, quemar gomas en símbolo de protesta es normal. Recordé cuando un colega fotoperiodista precedió un 'ten cuidado' con el cuento de que días antes habían matado a un militar dejando sus sesos en la brea con la ayuda de un peñón y fuertes manos.
Me cuestioné una vez más si era buena idea pero ya no había vuelta atrás. Luego de un breve encuentro con inmigración haitiana, me poncharon el pasaporte y entre a la realidad. Una multitud espera en las afueras. Gente ofrece 'pon', otros cargar la maleta, algunos dicen 'I speak english, I'll help you'; nadie lo hace gratis.
Dos cosas noté de inmediato. Primero, el denso olor a quemado que se adhiere a la piel y se torna sólido al mezclarse con el sudor. Segundo, tantos ojos serios fijados en mí. Cargando dos cámaras en mis hombros, la mayoría me sigue con la mirada. Lo más probable pensaban 'ahí viene otro a lucrarse de mi desgracia'.
Tras años de cobertura mediática, de cientos de fotógrafos y reporteros que hicieron de Haití su agosto en busca de historias dignas de contar pero que nunca se tradujeron en ayuda real, los haitianos ahora detestan las cámaras. Las odian al punto de agredirte si insistes en retratar. '
Jounalis' es para muchos sinónimo de explotación; mi primer y más grande obstáculo desde el segundo que pisé esta tierra.Dando una vuelta en una Isuzu que ya vio sus mejores años y con un chofer que mejor entendía mis gestos que mis palabras, la realidad me golpeó la cara como un frío puño de Miguel Cotto: tras el terremoto que azotó la ciudad el 12 de enero de 2010, según cifras de Amnistía Internacional, alrededor de dos millones de personas se quedaron sin hogar, otras 100 mil a 300 mil murieron entre escombros. Nadie sabe estas cifras con exactitud y, aunque en seis años mucho ha mejorado, miles aún viven en la calle o en campamentos.Casetas. Toldos. Edificios destruidos. Lo que era el Palacio Presidencial ya no existe. La catedral de la ciudad yace en ruinas y, junto a lo que queda, familias enteras viven bajo toldos de la Agencia Estadounidense para el Desarrollo Internacional ( USAID por sus siglas en inglés). Pensé en mi época de chamaquito, cuando el huracán Georges cambió los techos de madera por toldos de la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias (FEMA por sus siglas en inglés). Aún así, los boricuas estaban mucho mejor pues quedaban las paredes. Aquí, ni eso queda para miles de personas.La gente pobre hace lo que puede para sobrevivir. Entre las viviendas y los negocios ambulantes, un pequeño río de agua gris bajaba por las cunetas, evidencia de la falta de acueductos y sanitarios. Aquí, un buen par de zapatos es la diferencia entre la vida y la muerte. Las razones por la propagación de la cólera eran obvias.Intenté retratar pero se me hacía difícil. Ya me tenían fichado. '
Blan! Blan!' gritaban en la calle. El color de piel me delataba. Cada intento por tomar una foto era recibido con frialdad. Algunos se tapaban el rostro, otros se tornaban hostiles. No los entendía pero sé que también me insultaban. Los niños, en cambio, no dudaban en solicitar la paz con dos dedos y una sonrisa.Saliendo de ‘downtown' noté que no a todos le va mal. Hay quienes tienen dinero para un Porsche o un Mercedes. Hay quienes tienen suficiente para una mansión en la colina con paredes alrededor tan altas que ni la realidad puede cruzarlas. Mucha gente tiene celular, el electrónico más codiciado. Hay comercio, negocios en cada esquina vendiendo ropa, muebles, comida. Hay uno que otro
'fast-food' y había fila.Mientras viajaba por estas calles repletas de historias, camino al hotel que sería mi hogar por espacio de cuatro días, me arropó la inseguridad: Qué puedo contar sobre esta ciudad sin caer en lo trillado?La serie que comienza hoy, jueves, es el intento de contestar esa interrogante.
*Nota del editor: Esta es la primera de cuatro crónicas que componen la serie especial #HaitíHayPaís.Para leer las demás historias, presiona aquí.