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Opiniones

La retroactividad de la unanimidad

Tras decisión federal, el licenciado Víctor García San Inocencio analiza los proyectos de Cámara y Senado que buscan que los veredictos de unanimidad sean aplicables de forma retroactiva a los casos ya resueltos.

El licenciado Víctor García San Inocencio
Foto: Juan R. Costa

Como principio, le tengo alergia a la unanimidad. Casi todos los juicios unánimes comparten una especie de ceguera. Por la general, si miramos la historia, las grandes equivocaciones una y otra vez, son por acuerdo unánime. En el linchamiento de Jesús crucificado hubo unanimidad. Los dictadores deciden por su unanimidad: un voto de uno. En un mundo tan pretendidamente diverso e inclusivo, la unanimidad parece una alucinación.

El Derecho, que es obra humana refinada a lo largo del tiempo, producto de multiplicadas reflexiones, también es obra hecha a marronazos al servicio descarado casi siempre de los victoriosos y más poderosos. Carga el tinte de prejuicios y valoraciones; ficciones a granel y una fascinación casi siempre teórica, abstracta, e irónicamente platónica por la Justicia.

Los Derechos Humanos son otra cosa: son el marco aspiracional que encuentra despliegue en las constituciones, aunque sea muy complejo asirlos a la realidad, a las prácticas y a la cultura. Toda ampliación de estos derechos debe mirarse con simpatía de cara a un Estado momificado y calcificado dominado por el Mercado y su alma neoliberal.

Hay, por otro lado, que tener cuidado con la retroactividad, particularmente con sus aplicaciones mecánicas sin cualificar, ni contextualizar. Tomemos el caso del nuevo requisito prospectivo de unanimidad para los veredictos de los jurados resuelto por el más alto foro judicial imperial. Ese caso --del cual gotea la tinta aún y que sin duda será cualificado más adelante por el propio Tribunal Supremo de Washington-- establece una norma clara. Hace una moderna lectura e interpretación constitucional y señala que de ahora en adelante serán necesarios veredictos unánimes en los casos criminales graves estatales y territoriales.

Esa norma prospectiva, quiero suponer que parte de cuestiones sociológicas cada vez más difíciles que son prevalentes en los EEUU. Me refiero a la terrible relativización de la verdad --se inventaron las verdades alternas desde la Administración Trump -- y a la terrible proclividad de esa nación al prejuicio que es la forma más propagada del linchamiento de la verdad y de la dignidad. Considero que ambas cargas de enorme peso sociológico han producido que se extienda a las jurisdicciones estatales y territoriales para casos futuros el requisito de unanimidad. Es claro que se reducirán las probabilidades de un linchamiento judicializado, aunque siempre existe la probabilidad de que prevalezca un espejismo en medio de un juicio.

En Puerto Rico, los veredictos no-unánimes locales requieren la concurrencia de al menos 9 entre 12 miembros del jurado. Es difícil poner de acuerdo a un puñado de puertorriqueños aun en cosas que son evidentes. Eso viene de siglos.

Por otro lado, es costumbre conocida en el país de que, en los casos criminales, los jurados tienen la costumbre de tomar cautelas aritméticas a la hora de anunciar sus veredictos. Como pueden encontrar culpable con 9, 10, 11 o 12 votos a un acusado, se dice que históricamente “se han cuidado”, precisamente no emitiendo veredictos unánimes.

Hay casos en que, con un hipotético jurado de cien miembros, el veredicto de culpabilidad hubiese sido de 100 a 0. Pero, otra vez, se dice que “los jurados se tapan” rompiendo la unanimidad por temor a los recursos externos de venganza o intimidación con los que cuentan ciertos convictos antes y después que van a la prisión.

Probablemente el factor más importante contra la retroactividad de la norma que exigirá unanimidad del veredicto del jurado, radica en las cuestiones de la revictimización y de la dificultad de poder llevar un caso con la prueba completa nuevamente.

La legislación pendiente en el Capitolio, hace virtualmente automática la celebración de un nuevo juicio pues mandataría la aplicación retroactiva de la norma a casos que pueden haber ocurrido hace mucho tiempo, y a delitos de violencia que convierten a la víctima y a sus familiares en víctimas nuevamente, a medida que se celebran los juicios y se multiplican sus incidentes. Un nuevo juicio automático en el menor de los casos representa la segunda o tercera revictimización de familiares y perjudicados.

De hecho, el ordenamiento prevé los nuevos juicios para supuestos muy precisos que involucran la aparición de evidencia exculpatoria, incompatibilidades genéticas, confesiones de terceros, entre otros. Cuando el tribunal lo concede se suscita un ejercicio intenso de búsqueda de la verdad y de la justicia, que suele ser muy desigual, a falta de prueba testifical por muerte, migración, desaparición o incapacidad. También se puede haber perdido otro tipo de evidencia.

Le tengo alergia a esta retroactividad para veredictos de jurados en casos futuros, pero me la tengo que tragar, pues trae el sello del águila desde Washington.

No obstante, utilizar la capacidad del territorio para conceder derechos de factura más ancha que allá --como indicó hace décadas el Tribunal Supremo de Puerto Rico en el caso de Pueblo v. Dolce, no debiera significar llamar al nuevo juicio virtualmente automático, para no hablar de sus febriles derivaciones.

No sabemos, por otra parte, ni de cuántos casos se trata, ni en cuántos de esos casos se habría descarrilado la prueba. Tampoco cuánto se recargaría el sistema penal. Aunque estas son consideraciones menores, dejan de serlo, cuando se está creando un derecho procedimental retroactivo de la nada, en obvio desfase con la realidad; y cuando la normativa que condujo a la convicción no unánime estuvo allí por al menos siete décadas. Este no es un “proyecto inocencia”, donde la convicción supone un ataque a la dignidad humana y a la esencia de la Justicia, porque se sabe que es imposible vincular al erróneamente convicto con el delito.

La Asamblea Legislativa no debe dar curso a esta iniciativa.

El autor es abogado, exrepresentante y excandidato a comisionado residente por el Partido Independentista Puertorriqueño. Posee un bachillerato en Ciencias Sociales de la Universidad de Puerto Rico y un Juris Doctor de la Facultad de Derecho de la misma institución. Tiene además un doctorado de la Universidad del País Vasco (2016).