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Opiniones

El derecho a la natalidad

Columna de opinión de Víctor García San Inocencio.

Víctor García San Inocencio.
Foto: Juan R. Costa

Cada vez que empiezo una oración diciendo que "debería" existir un derecho a algo, acabo precisamente "debiéndole" a la plenitud de ese derecho y del Derecho. Voy a elogiar el derecho a nacer sin trabas, ni vericuetos argumentales -los peores son los jurídicos- que portan en este asunto bajo una presunta neutralidad, las ideologías del ultraindividualismo, la avaricia de la acumulación, el neomalthusianismo y el malsano entronizamiento del Estado.

Cuando era niño en la década de los sesenta, mi abuela veía una telenovela llamada "El derecho de nacer", al hilo de redactar este artículo las he recordado mucho. La dignidad y la vida que son valores antes, que también son derechos base, y la vocación de servir y auxiliar al más débil, arraigada en cualquier noción de justicia, me obligan a abrazarme al derecho a nacer como categoría inigualable e irremplazable por otros "derechos". De las excepciones, si existiera alguna, podemos hablar en otro escrito.

El modelo económico-colonial de Puerto Rico construido a la medida del capital extranjero y sus intermediarios locales, adoptó el malthusianismo y luego el neomalthusianismo como uno de sus idearios. Había que reducir la población del país y su densidad para que hubiese más recursos ¿para quién?, no sabemos. También había que controlar el número de nacimientos, había que exportar puertorriqueños desplazándolos, en lenguaje actual y más atinado, descartarlos. Junto a ello, había que esterilizar -con énfasis machista en las mujeres, aún sin su consentimiento- y experimentar en los cuerpos de la mujer puertorriqueña la píldora -a beneficio de la industria farmacéutica mundial- asociando ello, a una especie de ascenso a la igualdad con el hombre.

Hubo un Secretario de Gabinete, Teodoro Moscoso, quien habló, peor, quizás en broma, "de que habría que echarle anticonceptivos al agua". Todos estos discursos e ideología sirvieron, aparte de su conveniencia ultraconservadora, para restarle valor a la vida, cosificar el crecimiento fetal en el vientre de la madre y coronar como argumento igualador a favor de todas las personas en nuestra sociedad la proclamación fundamentalmente estadounidense, del mal llamado derecho al aborto, que allá llaman "elegir terminar un embarazo" (pro-choice).

Hace medio siglo, como monumento al ultraindividualismo -negador del carácter social e interdependiente de cualquier derecho- se hizo supremo tal derecho a decidir terminar con un embarazo por sobre cualquier "daño colateral" como en la guerra, a la existencia de un amasijo de células creciendo en el útero de la embarazada. Aunque hubo discusión sobre el asunto, particularmente en los sectores religiosos y en la alborada del movimiento feminista, la misma fue avasallada por la proclamación judicial del tribunal Supremo del imperio. Todo ello fue muy conveniente para la clase política colonial del país. "Es un mandato que viene de allá", "Es parte del pacto y de la unión permanente" y muchas otras justificaciones que hoy día forman parte de un museo de probadas falsedades históricas que sostenían el aparato ideológico y de intereses coloniales.

Algunos, quienes no estábamos conformes con el desplazamiento del derecho a la vida, pues consideramos al feto, precisamente una vida, -eran los años setenta- nos limitamos trágica y apagadamente a decir que éste era un asunto fundamental sobre el cual tendríamos derecho a actuar si fuésemos un país independiente y soberano. La vida de un futuro puertorriqueño y puertorriqueña, ni Puerto Rico, merece el castigo del silencio o de la timidez , como tampoco el escándalo, al hablar públicamente.

Es verdad que el gobierno mantuvo algunos pujos prohibitorios mal diseñados sobre el aborto, y que también comenzó a "regular" la práctica presuntamente médico-terapeútica de efectuarlos, pero en el fondo la ambigüedad deliberada siempre fue evidente. Sus prohibiciones a rajatabla se estrellaron con el marco jurídico, y el "control de la natalidad" sumado al presunto "derecho a abortar" el cual siguió instalado desde el gobierno, en la mentalidad y en el imaginario puertorriqueño como si fuese sinónimo o equivalente no ya de la equidad -que atesoramos muchos- sino de igualdad, que nunca es lo mismo.

Se ha demorado o empantanado por medio siglo desde el caso de Roe v. Wade un diálogo vital, porque la vida digna es el derecho humano fundamental y natural. Lo que es peor, se ha reanudado con un proyecto de ley que es un copiete, un calco defectuoso, de legislación aprobada en jurisdicciones de Estados Unidos. Roe v. Wade y su progenie judicial, que comienza a tambalearse en el Tribunal Supremo estadounidense, traían enclavadas trampas, pues se sabía que los saltos tecnológicos permitirían viabilizar, e incluso corregir y tratar muchas condiciones del feto mediante microcirugías, medicamentos y procedimientos en el vientre de la futura madre. También se sabía que la viabilidad sería un criterio clínico cuyo límite definitorio se trazaría más temprano, más que el simple hecho de si el feto viviría separado fuera del vientre, retrayendo la línea temporal y con ello ampliando la esfera reservada al control y supervisión estatal del embarazo. Con aquellas decisiones tan abrazadas por algunos sectores, se hizo dueño o se ratificó la primacía del Estado sobre el vientre de la madre. Fue una especie de Caballo de Troya, preñado de soldados prestos a salir en la madrugada a incinerar la ciudad de este presunto mal llamado derecho a abortar.

El diálogo que tiene que darse en el país no es el de atragantar la legislación y menos ésta que está propuesta. Tenemos que hablar sobre el país que queremos; conectar los puntos del trazado penoso que hemos hecho a la valoración de la vida y al derecho a nacer; tenemos que ser empáticos a las angustias de tod@s; tenemos que querernos más; tenemos que dejar las persecuciones y los castigos, y abrazarnos en diálogo amoroso entre quienes tenemos ideas y valoraciones diferentes sobre estos conceptos de vida o muerte.

Estoy esperanzado en que un país que se abraza a la vida rechazando la guerra; con historial dignísimo en sus luchas contra el servicio militar obligatorio; que ha podido poco a poco adelantar su desmilitarización; que acoge en nuestras costas las vidas de los migrantes y que llora a sus muertos en las travesías; que se conciencia para proteger la vida de la Casa Común planetaria y la Paz, puede caminar junto en diálogo sereno para entender mejor el derecho a nacer, el concepto mismo del derecho, la dignidad y de la vida; y quizás, dar más valor y primacía al ecosistema que alberga, nutre y da vida al feto que habita en el vientre de una posible madre.

Nos debemos ese diálogo sosegado por tanto tiempo pospuesto, porque Puerto Rico también tiene derecho a nacer.

El autor es abogado, exrepresentante y excandidato a comisionado residente por el Partido Independentista Puertorriqueño. Posee un bachillerato en Ciencias Sociales de la Universidad de Puerto Rico y un Juris Doctor de la Facultad de Derecho de la misma institución. Tiene además un doctorado de la Universidad del País Vasco (2016).