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Opiniones

Pensando a Ucrania

José R. Rivera González, a casi cinco meses de iniciada la guerra, opina que no hay reflexión acerca de los desaciertos que provocaron el conflicto.

José R. Rivera González, profesor y experto en relaciones internacionales.
Foto: NotiCel

Nos acercamos al quinto mes de guerra en Ucrania, de una invasión imprudente que nos permitimos a medida que la diplomacia adquirió, en Occidente y en Rusia, una dimensión blanco y negro y propagandística.

En las semanas antes de la apertura de hostilidades buscábamos las maneras de suavizar las tensiones, siempre conscientes de que hay una línea fina entre el compromiso y el apaciguamiento.

En esos días, algunos de nosotros nos fijamos en el realismo en las relaciones internacionales. Contemplamos soluciones realistas al problema geopolítico, muy a pesar de que nos acusaban de “prorrusos” y “putinistas”. Pero la competencia entre superpotencias no cesó durante la Guerra Fría, continuó a través de la década del noventa, penetrando en el Siglo 21 de formas no menos sutiles, pero definitivamente igual y en ocasiones más peligrosas.

En la víspera de la agresión en febrero de 2022, constatamos que el momento de debilidad geopolítica de Rusia había cesado. Luego de la Guerra contra los insurgentes en Chechenia atestiguamos las capacidades de los rusos de infligir tragedia en todos los países, pueblos, o gentes que tocan; Siria y Georgia también nos pueden contar.

Tal es la vocación de imperio: determinar arbitrariamente “lo mejor” para el otro sin preguntarle, sin consentimiento, fabricando “verdades” para justificar la intervención… y la imposición. También se hace en aras del prestigio de la potencia, del narrativo místico que ellos mismos creen y consumen.

Rusia no es el único, Estados Unidos y China también lo practican. El problema es, ¿quién se interpone a los designios y las fantasías de las superpotencias? Antes de comprobar las deficiencias estratégicas rusas sobre el terreno ucraniano urgimos -desde los medios, la academia- prudencia y balance de poder. De reconocer las preocupaciones rusas en torno a la posible presencia de su adversario -la OTÁN- en su flanco suroeste.

Nadie quiere a su enemigo al lado, especialmente del único cuerpo de agua del que tienes acceso privilegiado, el Mar Negro. Bruselas lo sabía, Washington también, Kiev definitivamente. Decidieron provocar al oso de todas maneras. Un peligroso juego de faroleo -bluff- en el que todos salieron perdiendo.

Washington y Bruselas envían armamento efectivo y ayuda humanitaria mientras insisten en que no se envolverán directamente en el conflicto. No hay reflexión acerca de los desaciertos: de despreciar el argumento ruso sin pensar en que algún día serían enfáticos en el renglón táctico y estratégico.

Empujaron el argumento del “derecho soberano de Ucrania a pertenecer” sin tomar en cuenta sus realidades geopolíticas y sus “complicaciones domésticas”. La salida diplomática, el arreglo que tomaría en cuenta las realidades sobre el terreno fueron etiquetadas de absurdas, risibles. Había que hacer escarmentar a Moscú de que el otro lado podía disponer, cuando quiera, donde quiera, de abrir la puerta indefinidamente a una Ucrania euroatlántica.

El oso, pues, dio el zarpazo. Ucrania recibe las armas, las empuñan -justificadamente- en contra del invasor ruso. No hay marcha atrás, hay que defender la tierra y el pueblo soberano contra el ultraje de Moscú, del Kremlin, de Putin.

El rol trágico que les toca asumir está por encima de las reservas que tuvimos precedentemente. Antes de solidarizarme con el pueblo ucraniano agredido, cuando la primera bota rusa enturbió su suelo, no paraba de señalarle sus faltas.

Decir que Ucrania era candidata óptima a membresía, sea la OTAN, sea la Unión Europea, era descabellada. Problemas de gobernabilidad, de gobernanza, de transparencia, cultura de corrupción, polarización política eran la muestra. Su carta de presentación, su economía, está ahora en ruinas. Grano sin sembrar, grano inmóvil, fertilizante sin procesar, puertos detenidos y una población considerable en edad productiva tiene que movilizarse a defender la patria, porque ya no pueden producir riqueza.

Héroes trágicos en más de un renglón, reciben las loas y solidaridad de occidente, que los anima desde el confort de sus salas, pero esperan que peleen hasta el último hombre. Nadie piensa en esa dimensión catastrófica.

Queda Rusia -Putin, más bien- muy cómodo en asumir el rol de villano global. Pero el camino, desde 1996 hasta hoy, vino repleto de señales y advertencias. Atestiguamos actualmente el intento sistemático, paciente y penosamente exitoso de un hombre, guiado por una distorsionada y obsoleta nostalgia imperial -no comunista, imperial-, que le da vida a su ultranacionalismo, de menoscabar la pluralidad política en su país junto con la posibilidad -si algún día la hubo en un país que, hasta reciente, respiraba totalitarismo- de construir una democracia incipiente.

Hoy, no hay oposición efectiva al gobierno, Putin la destruyó. La que queda -incluyendo al Partido Comunista- no es leal al Estado ruso, pero es definitivamente complaciente y sumisa a Vladimir Putin. Es la única en que puede sobrellevar una guerra tan desastrosa para él, sus tropas y su pueblo contra Ucrania, e insistir en el intento. Cenizas quedan.