Log In


Reset Password
SAN JUAN WEATHER
Opiniones

Rafael Bernabe y su falso sentido de solidaridad

Columna del licenciado Jaime Sanabria Montañez, profesor de Derecho Laboral de la UPR.
Jaime Sanabria Montañez.
Foto:

Atentar contra un escritor, por razones ideológicas, por discordancia con las manifestaciones y el desarrollo de unos personajes de ficción, supone una ejemplificación de la degradación social y religiosa (en este caso), de la inmadurez de ese segmento de sociedad que se evidencia intolerante con el discrepante.

Pocas veces, un atentado a un representante del planeta de la cultura, de la literatura esta vez, ha copado tantos titulares de medios como el apuñalamiento de Salman Rushdie por alguien identificado como Hadi Matar (apellido predestinado, pero afortunadamente fallido, porque el escritor parece recuperarse), un libanés de 24 años militante del partido-milicia chií Hezbolá, próximos al régimen teocrático iraní.

La persecución del escritor de origen indio, el wanted, la recompensa, data ya de 1989, cuando el gran ayatolá Jomeiní, por entonces líder supremo de Irán, emitió una fatua (decreto público de muerte) con una añadidura económica sustanciosa para instigar el dar muerte al escritor que, según las apreciaciones de los exégetas del fundamentalismo musulmán, había blasfemado contra Mahoma y, por ende, contra el Islam. No voy a entrar en asuntos de interpretación literaria, ni sobre si la percepción de la curia iraní tenía motivos para arremeter así, o si, por el contrario, la sentencia era consecuencia de la intolerancia de cualquier monoteísmo llevado al extremo; solo pretendo, desde esta reflexión, “atentar” (con el pensamiento) contra cualquier tipo de totalitarismo, ya sea religioso, ideológico, político o sectario.

Aquella declaración universal, sin tapujo alguno, por parte de un gobierno de un país histórico, en forma de pena de muerte por razones literarias, conmocionó a la cuota de la humanidad con sensibilidad, una humanidad que constató igualmente que Alá tenía poco de misericordioso si ordenaba ejecutar, vía uno de sus rectores, a quien ficcionaba que las enseñanzas del Profeta quizá no eran como las había contado la oficialidad de la religión.

La petición pública de su muerte propició que Rushdie se ocultase durante nueve años. El gobierno británico prestó cobertura en la seguridad personal del escritor que, no obstante, en los primeros años, sufrió alguna tentativa de asesinato. Peor le fue a su traductor japonés, apuñalado con salvajismo en el rostro hasta la muerte por un agresor desconocido. Con el tiempo, el escritor de origen indio se relajó, los iraníes parecían haber perdido interés en su caza, aunque algunos reductos seguían recordando el precio de su sangre y, desde hace ya algunos años, Salman se dejaba ver en cualquier lugar sin guardaespaldas y, al parecer, quizá motivado por la inclinación a la libertad que siente todo escritor, sin miedo.

Hasta que alguien a quien todavía le restaban ocho años por nacer cuando Jomeiní dictó la fatua de la ignominia, consideró que el escritor debía, por fin, morir por su afrenta literaria. Probablemente, el asesino, en grado de tentativa, no habrá leído “Los versos satánicos”, ni cualquier otra de sus novelas, ni, probablemente –reitero y me aventuro– ninguna otra novela, demasiado ocupado en odiar.

Hasta aquí la exposición de motivos, los antecedentes y los hechos probados, pero dejemos lo universal y aterricemos en nuestra isla a propósito del escritor.

También en Puerto Rico la injustificable agresión a Rushdie ha despertado numerosas reacciones, tanto del pueblo como de quienes timonean, o debiesen hacerlo con más tino, sus designios. La gran mayoría de ellas se ha situado, sin contrapartidas, del lado del escritor, despreciando cualquier absolutismo religioso que conduzca al señalamiento por sus ideas o sus obras de ficción.

Sin embargo, algunas voces, como la del senador por acumulación del Movimiento Victoria Ciudadana, Rafael Bernabe, han caído, una vez más, en el esperpento al introducir la política de la isla en una potencial solidaridad con el escritor que se ha acabado convirtiendo en un pequeño manifiesto de odio.

Uno de sus tuits decía, literalmente, así: La mejor manera de solidarizarse con Rushdie es luchar contra el fundamentalismo que nos amenaza aquí en Puerto Rico. Ya tiene presencia en la legislatura y en el bolsillo a jefes de agencia (como el Secretario de Educación, que no se atreve hablar de perspectiva de género).

Se observa, en una primera lectura rápida, que el senador toma al escritor indio como anécdota, como excusa para desplegar su espada y arremeter contra aquello que no parece gustarle de la política local. Su solidaridad es pues espuria, ominosa; yo no querría para mí o, para cualquiera de los míos, una adhesión como esa.

Alerta el político sobre el fundamentalismo, o más bien sobre su percepción sobre él, equiparando el latente islámico con el que atribuye al destilado por sus adversarios políticos de la isla. Incurre, pues, Bernabe en lo propio que predica, estableciendo su propia versión del fundamentalismo, comparando, como se suele decir coloquialmente, chinas con botellas.

No hay que ser un detective para deducir que el senador quiere atacar al Proyecto Dignidad y a los postulados de esta formación que no parecen de su agrado. Sin embargo, se revela paradójico descubrir en el tuit tres fundamentalismos: el primero implícito, el que se desprende del régimen iraní; el segundo manifiesto, el que achaca Bernabe al existente en Puerto Rico y que parece equiparar al desencadenante del atentado; y el tercero, el más preocupante por tratarse de un servidor público, el suyo, el que rezuma en las 47 palabras que conforman el tuit.

Debiese asimilar el senador que, cuando un asunto se revela lo suficientemente importante per se, como para no necesitar de apoyaturas argumentales de otros, basta con aludirlo solo a él para transmitir la verdad. Lo contrario es mezquindad, aprovechar una coyuntura trágica, como el apuñalamiento de un emblema de la literatura, para generar fango político local, en una clara manifestación de que Bernabe exterioriza sus propios fantasmas, su propio ideario en contraposición a otros que no señalan, ni sentencian, sino, sencillamente, muestran su enfoque, discordante a todas luces con el del senador.

La religión presenta tal diversidad de variantes –la mayoría, aquellas más alejadas de nuestro conocimiento íntimo, desconocidas sus urdimbres– que no parece propio catalogar como fundamentalismo aquello que se opone a nuestra cosmovisión. Resulta del todo irresponsable ensuciar el debate político puertorriqueño acudiendo a agarraderos de actualidad para obtener una notoriedad impostada.

Debiese también el senador –Bernabe en este caso, pero asimismo cualquier otro que se exalte de más con comparaciones extemporáneas– acopiar la serenidad que el ciudadano le supone y le requiere para no dejarse llevar de más por su propio universo a la hora de juzgar. Para ejercer la demagogia, ya tenemos las barras y los chinchorros; a un político, se le requiere más altura en sus opiniones, elegancia, ponderación, defender sus ideas por sí mismas con el mínimo señalamiento a las de los demás.

Porque lo que ciertamente acaba haciendo Bernabe, en esas 47 aludidas palabras, es señalar, como hizo el régimen de los ayatolás con Rushdie –salvando, obviamente, cualquier distancia sangrienta–, a las dos legisladoras del Proyecto Dignidad, una de ellas siendo mi exesposa y madre de mis hijos, para que los correligionarios del senador los odien un poco más, y nuestra isla, necesitada de una reanimación urgente, de un gran desfibrilador económico-político-social que restablezca un ritmo sinusal, sin arritmias, vaya a más en su proceso de gangrena.

Necesitamos funcionarios transigentes que no aprovechen la anécdota para llevar agendas escondidas; necesitamos una verdadera solidaridad, sin comparaciones, con las causas que la merecen por sí mismas.

Y que resistan los escritores y los creadores en su libertad creativa, que no se dejen amilanar por voces represivas. En la variedad está la riqueza, y la perspectiva; en la aceptación de la pluralidad de ópticas, de miradas, de interpretaciones, reside el éxito de un país. Y a este Puerto Rico de los enfrentamientos sostenidos en el palenque de la política, le hace falta desempañar el lente para dejar de ver borroso en una geografía tan agradecida.