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Opiniones

Las tres vidas de Ja Morant

El destacado abogado comenta sobre las recientes acciones fuera de cancha del baloncelista de la NBA Ja Morant.

Lic. Jaime Sanabria Montañez.
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No son pocos hermeneutas de la condición humana los que han afirmado y afirman que tenemos tres vidas: la pública, la privada y la secreta.

La vida pública es la que acontece sin máscaras visibles (aunque las haya), la que cada uno hace llegar a los demás, la que se desenvuelve sin filtros ni barreras. La privada es la que transcurre con las luces apagadas, con los celulares en modo de avión, con la discreción como argamasa que teje los días. La secreta, en cambio, es aquella a la que solo tiene acceso el propietario, aquella en la que no se permite el acceso a persona alguna que este no autorice; quizá, extremando el concepto, la vida secreta es aquella de la que solo tiene conocimiento uno mismo.

Los tiempos actuales, protagonizados por la imagen, por la exposición pública, incluso, por la sobreexposición a través de los escaparates personales de las redes sociales, han propiciado un entrecruce entre las vidas públicas, privadas y hasta las secretas, en un afán desmedido por acumular notoriedad a costa de perder privacidad, algo parecido a “dime cuántos seguidores tienes y te diré cuánto vales”.

La estrella de los Grizzlies de Memphis, Ja Morant, su jugador franquicia, incapaz de manejar su condición de figura pública, o quizá su contratación que, en la próxima temporada, sobrepasará los $30 millones, o su responsabilidad como armador de un equipo que trata de recuperar su esplendor en la NBA, fue suspendido por la propia NBA por exhibir en sus redes sociales un arma de fuego.

El jugador ya había sido sancionado una primera vez –en aquella ocasión, por su propio equipo– por una primera exhibición pública de la tenencia de armas. En su defensa, se podría argumentar que la posesión de un arma no constituye delito alguno porque la Segunda Enmienda faculta, para ello, a cualquier ciudadano estadounidense o puertorriqueño, derecho constitucional que despierta controversias entre la población en general y, sobremanera, entre las dos grandes formaciones políticas del continente, demócratas y republicanos, en vista del ingente número de muertos por armas de fuego en EE.UU., situándose la cifra sobre los 50,000 anuales.

Esa demostración pública que hizo Ja Morant de su arma supone un claro ejemplo del entrecruce entre la vida pública y la privada de una persona. Nadie le niega al playmaker su derecho a poseer un arma, en su vida privada, para lo que estime: seguridad, prácticas de tiro, defensa…, pero su condición de figura principal de una de las ligas más sólidas del planeta, seguida por centenares de millones de aficionados, y no solo de EE.UU., le requiere ser ejemplar también con su conducta fuera de las canchas.

Estipulo que no debe ser sencillo, a los 23 años de Morant, ser negro en los EE.UU., amasar una fortuna personal de decenas de millones de dólares, percibir la admiración de miles de aficionados en la cancha, y de muchos más fuera de ella, y asumir la responsabilidad de guiar a su equipo al tope de la Liga, hasta la consecución del anillo, incluso; estipulo también que, sin embargo, varios jugadores viven una vida pública moderada y frugal que, además de la admiración de sus seguidores, les proporciona una imagen ideal para representar a marcas, deportivas o no, que generan plusvalías que, en algunos casos, sobrepasan los ingresos que perciben de sus equipos.

Sin embargo, también hay ocasiones y casos en los que la realidad se abalanza sobre el deportista y lo desguaza, lo sume en un marasmo interior que posibilita que tanto su vida privada como, incluso, la secreta, afloren a la superficie y queden expuestas ante la ciudadanía, ante sus seguidores –y también ante sus haters– las miserias que lo acompañan cuando las circunstancias sobrepasan su capacidad para manejarlas.

Después de su primera suspensión, el propio Morant reconoció que había tenido problemas para lidiar con el estrés y la ansiedad y, por eso, buscó asesoramiento profesional médico en un centro de Florida. Esa presión, esa sobrecarga de responsabilidad, provoca, en no pocos deportistas de primer nivel, lo que podríamos bautizar como el síndrome de la sobreexposición deportiva y que, si no se maneja con diligencia y tacto, pudiese destruir a quien lo sufre.

Algo parecido a lo de Morant, con una mayor repercusión mediática incluso, le ocurrió a la gimnasta Simone Biles, que estalló en plena competición olímpica de Tokio 2021, y que manifestó sufrir problemas de salud mental derivados de la potencia de las fuerzas tectónicas por seguir siendo la mejor. Pocos ajenos a sus círculos más íntimos habíamos notado la tortura interior de una chica que parecía tener el mundo a sus pies; la vida privada, incluso la secreta, elevando sus máscaras hasta ocluir en la pública las costuras rotas del alma.

No hace demasiados días, la triple medallista olímpica de Río de Janeiro en pruebas de velocidad, la también norteamericana Tori Bowie, se suicidó a los 32 años y embarazada de siete meses. Son innumerables los ejemplos de desfallecimiento emocional sufridos por deportistas cimeros en sus respectivas disciplinas. Y en contra de lo que sucede con las personas sin notoriedad social, tienen que controlar sus fueros internos, y recluirlos de más, para que sus seguidores no adviertan esa fragilidad a quienes tienen por héroes, por mitos, aunque en ocasiones, como la que propició Morant con su exhibicionismo armamentístico, delaten que dichas personas sobrepasan sus límites de contención.

No deja de ser la NBA un trabajo en el que la parte contratante impone una serie de cláusulas de conducta para que su imagen no se vea lesionada por prácticas indebidas de cualquier integrante de su plantilla. La reputación es algo que cuesta años erigir, pero que puede perderse en cinco minutos, con una imagen, con un vídeo, y es precisamente la evitación de la mala praxis, en el ámbito privado, lo que tratan de prevenir, reglamentaria y contractualmente, no pocas empresas. De hecho, las prácticas indebidas, en sus vidas privadas, y en ciertas circunstancias (a menos que proceda algún tipo de acomodo razonable), pudiesen justificar la terminación del contrato de cualquier atleta o empleado.

Morant no cometió delito alguno al presumir abiertamente de la posesión de un arma, pero su acción contravino el código de conducta y afectó la imagen tanto de su equipo como la de la propia NBA, y de ahí las sanciones.

Sin embargo, no conviene prejuzgar por indicios, por fragmentos, por flashes, por retazos, las conductas ajenas porque, aunque conozcamos la parte de la vida que cada uno quiera hacer pública, desconocemos la privada, y mucho más aún la secreta, ahí donde se concitan los demonios, las tentaciones, los fracasos, la lepra del espíritu y los animales salvajes que arañan las paredes que mantienen el equilibrio y que nos afectan a todos en algún momento de nuestras vidas.

Quizá, solo quizá, la clave esté en escoger juiciosamente, y mantener consistentemente puesta, la máscara que nos aísle de las miradas escrutadoras del prójimo.