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Opiniones

Requiem por los asesinatos de Tanaisha y Nahia

El licenciado Jaime Sanabria Montañez reflexiona sobre los recientes asesinatos de dos adolescentes en Loíza.

El licenciado Jaime Sanabria Montañez.
Foto: Suministrada

La violencia se presenta como una característica común en la mayoría de las especies, una consigna genética inherente al reino animal, una herencia insoslayable. Pero, mientras la práctica totalidad de los animales la practican para defender su territorio, o para prevalecer para aparearse, o para imponer su liderazgo o, sencillamente, para alimentarse como motivaciones principales, los seres humanos la hemos llevado a unos extremos intolerables de gratuidad, de capricho, de preponderancia, de jerarquía por nuestra condición de seres racionales. Solo la Segunda Guerra Mundial, como paradigma extremo de la barbarie, ocasionó 80 millones de muertos.

La historia de la humanidad está escrita con letras de sangre, sin apenas excepciones, y pese al desarrollo tecnológico y científico alcanzado, mantenemos, a escala planetaria y todavía hoy, un índice de atrocidades de toda condición difícilmente compatible con la evolución.

Al margen de esa violencia atávica, imposible de erradicar en su totalidad, pero sí de atenuar, en estos días, Puerto Rico se ha visto consternado con el asesinato de dos chicas adolescentes, de 13 y 15 años, en Piñones, Loíza. No voy a incurrir en el error de añadir gasolina popular y populista sobre las motivaciones del doble crimen que se añade al habido el martes, 25 de julio de 2023, en el que tres jóvenes varones fueron asesinados en el sector Campeche, en Carolina, pero sí quiero sumarme a la condena unánime de este suceso desde la moderación cartesiana de la palabra.

Circulan numerosas versiones sobre los hechos, especulaciones - mejor o peor informadas - que no dejan de aportar un ruido que solo añade dolor al dolor mismo. Quieren ser estas palabras una reflexión pacifista, un epitafio de desolación interior ante la realidad de un Puerto Rico que, además de ocupar posiciones deshonrosas en numerosas tasas de la prosperidad, debe penar con el estigma de un exceso de violencia en todos los ámbitos, desde el callejero hasta el doméstico.

Cómo hacer ver sin elevar la voz, solo manifestándome con la palabra dolida, que viviendo en un paraíso geográfico de la magnitud del nuestro no seamos capaces de explotarlo en beneficio de nuestra riqueza patria y nuestra convivencia; qué se requiere para que la violencia deje de ser costumbre y se convierta en un hecho aislado, a sabiendas de que resulta imposible su extirpación absoluta.

Una de las versiones que manejan, en distintas escalas de detalle, el pueblo y la Policía, es la de que las dos chicas constituían un señuelo para que una ganga de carjackers robara carros en las inmediaciones de Ponce y de Guayama a través de la simulación de una avería que promovía que algún samaritano que se detenía para ayudar se viese despojado de su vehículo a la fuerza.

Insisto, solo es una versión que refrendan algunos analistas/chismólogos y que no pretendo dar por contrastada ni por única porque la verdad y las circunstancias poseen una multitud de aristas que acentúan su complejidad, máxime cuando convergen demasiadas circunstancias, algunas en exceso oscuras, incluso puede que sórdidas como las que se barajan sobre este caso.

Pero me permito partir de la potencial veracidad de este supuesto para meditar, en voz alta, sobre la fragilidad de dos muchachas adolescentes (casi más cercana a la infancia la de 13 años) y su influenciabilidad por adultos sin escrúpulos que las utilizan como mercancía laboral al más puro estilo de la trata de seres humanos casi consumido el primer cuarto del siglo XXI y en una nación que se autopercibe del primer mundo como Puerto Rico.

Hace ya algunos meses supimos que una embarcación (hubo más casos) repleta de haitianos - a los que habían o bien secuestrado o bien exigido una suma cuantiosa de dinero por embarcar - fue dejada a su suerte en la isla de Mona con el consiguiente abandono en el islote del centenar largo de pasajeros que la abarrotaban. La embarcación tenía como destino Puerto Rico, al que los traficantes de seres humanos debían creer ese paraíso laboral para que los haitianos arrancados a fuerza de promesas baldías pudiesen prosperar en él.

Aquel episodio puso de manifiesto que la esclavitud persiste, que el endemismo de la pobreza extrema, cuando va acompañada de la desafección de los países capacitados para ofrecer ayuda, desata en los humanos un sentido irreflexivo de supervivencia y se acogen a cualquier mano que les prometa dignidad.

No quiero equiparar aquellos comportamientos indecentes con el doble asesinato de Tanaisha y Nahia, o sí, porque, en esencia, ambas conductas se nutren de una superioridad intelectual y (in)moral de unos individuos sobre otros que promueve la sumisión de los débiles hacia los más fuertes.

Sin referirme a este caso, pero sí a propósito del mismo, quiero expresar que existe un principio de responsabilidad familiar, paterna y materna, conjuntamente o por separado (dependiendo del tipo de familia), en las conductas de los hijos. No resulta fácil frenar las influencias de los celulares, la adicción que determinadas redes sociales ejercen en los menores (y en los adultos), la contagiosidad de determinadas letras que instan al sometimiento intergenérico; educar siempre fue una labor delicada porque nadie te enseña a ser padre o madre y tienes que fiarlo todo a tu instinto, a un sentido común heterogéneo que responde también a la educación recibida y a un determinismo social y cultural del que resulta difícil evadirse.

Pero el primer paso, para alejar a los hijos de quienes no reparan en utilizarlos para sus fines, transita por el seno familiar, pero también por el marco institucional. Son necesarias campañas de concienciación que sean promovidas por las distintas administraciones sobre amenazas potenciales, sobre precauciones a tomar, sobre situaciones a evitar dirigidas a los más tiernos en años y en influencias. Con esta propuesta, no pretendo eximir a los progenitores de su responsabilidad, sino que se debería erigir como una complementariedad educativa sostenida en el tiempo - que prevenga y alarme - porque en estos casos resulta preferible exagerar a silenciarse.

Obviamente, otra de las patas de la educación reside en los colegios, en las escuelas, en las universidades. Es un hecho estadístico que los países con mayores tasas de educación tienen índices de violencia muy inferiores a los que poseen estructuras educativas más lábiles. Y es que solo la educación es el camino para adquirir el aperturismo mental y emocional necesario para asimilar la velocidad de las transformaciones que la digitalización y la globalización han impreso en cada uno de nosotros.

Lo cierto es que, por encima de parábolas, desideratas, teorías, filosofías y buenas intenciones, dos adolescentes se han perdido lo que les quedaba de vida por la maldad de quienes dispararon sobre ellas y por la potencial malevolencia de quienes las pudieron reclutar para fines alevosos.

No podemos permitir, como sociedad, como nación, que se utilicen a los más débiles como mercancía. No debemos tolerar que prácticas de esclavitud que nuestros antepasados sufrieron en sus pieles se mantengan, disfrazadas con atuendos de voluntariedad en los más frágiles.

Si la educación supone el salvoconducto para saber decir que no a las promesas de oro radioactivo, la combatividad y la denuncia de quienes hemos sido agraciados por una educación más o menos sólida, obtenida a través del esfuerzo conjunto personal y familiar, debe dirigir nuestro día a día con miras a construir un país más seguro, más atractivo, más convivencial y del que nos podamos sentir orgullosos, incluso más orgullosos cuando proyectamos al orbe nuestro gentilicio: puertorriqueño.

Confiemos en que las muertes de Tanaisha y Nahia sirvan para revolver conciencias y para mantener vigilante a una sociedad puertorriqueña de urdimbres pacíficas mayoritariamente.