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SAN JUAN WEATHER
Opiniones

El mundo del trabajo ante el nuevo orden climático

Puerto Rico no es ajeno a este fenómeno de calentamiento global.

Licenciado Jaime Sanabria Montañez
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Junio, Nueva York, verano meteorológico de 1816: nevando. Un fenómeno atmosférico tan inusual en la ciudad de las ciudades como que, a esas alturas del calendario, la misma nieve que comenzara a alfombrar los suelos en otoño permaneciera todavía sobre los de Maine y de buena parte del este de Canadá.

Tampoco en Europa se libraron de la anomalía sorpresiva de un verano igual de gélido que en EE.UU.; tanto lo fue aquel 1816 que sigue siendo conocido popularmente como “el año sin verano”. ¿Las razones? La explosión del volcán indonesio Tambora, en abril de 1815, que propició una eyección de ciertas partículas lesivas para la dinámica troposférica, como el dióxido de azufre, que acabaron por extenderse por todo el planeta y que dotaron a la atmósfera de una refracción más que notable que menguó la potencia habitual de los rayos solares.

Lo anterior demuestra la vulnerabilidad de la Tierra, la extrema sensibilidad de sus ecosistemas para modificar sus condiciones con apenas un estímulo (el efecto mariposa) sobre alguno de ellos, y si la situación descrita se debió a causas naturales como una erupción volcánica (las temperaturas se normalizaron en 1818), en los últimos 30, 40 años aproximadamente, la Tierra ha experimentado un incremento en su temperatura tan exponencialmente acelerado como no se tiene constancia en los registros.

El innegable cambio climático, pese a la resistencia de algunos sectores reaccionarios y conservadores a considerarlo como tal (y que algunos hacen referencia al fenómeno como episodio de calor extremo), al menos como antrópico, afecta, aunque de manera desigual, al conjunto del planeta. Sus consecuencias se evidencian, grosso modo, en tres apartados: calentamiento de la temperatura del aire, entre 33.8 y 34.7 grados Farenheit desde mediados del siglo XIX, momento en que la ciencia da por concluida la Pequeña Edad de Hielo; aumento de la temperatura de los mares, con la correspondiente subida del nivel del mar por lo que, en el campo de la física, se conoce como expansión térmica; y un incremento de fenómenos virulentos y extremos en forma de olas de calor, inundaciones, incendios y ese aumento en la potencial peligrosidad de unos huracanes que tan bien conocemos en Puerto Rico.

Y aunque la elevación de un grado, en siglo y medio, puede parecer una magnitud contenida como para alarmar de más, lo cierto es que pasa porque buena parte de ese incremento se ha registrado en las últimas cuatro décadas, y todas las hipótesis y mediciones científicas coinciden que una parte significativa de él se debe a la actividad humana, en concreto, a la quema salvaje de combustibles fósiles y las inexorables emisiones de CO2, imprescindibles para mantener la progresividad evolutiva que requiere un aumento ¿insostenible? de la población mundial que sobrepasa ya los 8,000 millones de especímenes, de seres humanos, sin duda, la especie más invasiva de cuantas han habitado la Tierra.

Puerto Rico no es ajeno a este fenómeno de calentamiento global; sus manifestaciones se han intensificado hasta el punto de que, desde junio 2023, hemos sufrido sucesivas olas de calor como no se recordaba en un país que, por latitud, no sufre grandes variaciones de temperatura, fluctuando en San Juan, apenas poco más de tres grados entre enero (77.5º F), el mes más “fresco”, y agosto y septiembre (83.5º F), los más cálidos.

Olas de calor que han modificado las pautas de vida de los puertorriqueños y también sus comportamientos en unos puestos de trabajo, por lo general, poco preparados para estas circunstancias de calor que han alterado el ánimo y la salud, porque acostumbrados al calor, no lo estamos a sus excesos, menos a sus excesos sostenidos en el tiempo.

Se hace, pues, necesario replantear la adecuación de los lugares de trabajo a los nuevos escenarios climáticos. Somos conscientes de que lo idóneo sería depender de aire acondicionado en aquellos espacios susceptibles para ello, pero también es conocido que el costo es elevado, y la economía del país no está en su mejor momento.

De ahí que resulte más que conveniente, incluso necesario, como primer objetivo para proteger la salud laboral de la población, establecer medidas tendentes a la minimización de los riesgos de un exceso de calor que puede provocar mareos, sudoración, fatiga, taquicardias y hasta síndromes más graves que pueden desembocar en lo conocido como un golpe de calor capaz de provocar, incluso, la muerte.

Al margen de los trastornos orgánicos, mas reconocibles, el calor origina también desajustes mentales como somnolencia, desinterés, fatiga también mental y falta de concentración que puede provocar, y de hecho provoca, incidentes o accidentes en puestos de trabajo inadaptados a la nueva realidad climática.

Entre otras actuaciones, cabría ajustar los horarios en aquellas actividades susceptibles de un mayor riesgo; reducir las cargas de trabajo, al aire libre o en espacios poco ventilados, en las horas de más calor siempre en coordinación con el Servicio Nacional de Meteorología por su condición de agencia “vigilante” de la atmósfera puertorriqueña.

Pero, al margen de ajustar los horarios, se debe también ser creativo para refrigerar, siquiera ventilar, personas y lugares, mediante la colocación de ventiladores si no los hubiese, incluso, aunque parezca broma (no lo es) la distribución de abanicos entre los empleados.

Aunque pudiese parecer que las actividades al aire libre son más sensitivas a la extremosidad del calor, en EE.UU., está ocurriendo un fenómeno que, si todavía no se podría calificar de masivo, sí comienza a adquirir proporciones significativas; no es otro que el de la renuncia de empleados que trabajan en los interiores de los espacios de trabajo, por lo general, en espacios de trabajo grandes, con déficit de ventilación y que alcanzan temperaturas difícilmente compatibles con unos índices aceptables para la salud. En estados como Kansas, Arkansas, incluso en el más norteño Michigan, se está observando la aludida deserción laboral fruto de la metamorfosis climática inexorable.

Recalco, sorprendentemente, las renuncias de empleados, contrario a lo que se hubiese podido augurar, están ocurriendo más en las fábricas que en aquellos espacios que son al aire libre.

En esta tesitura, existen estudios que demuestran que los accidentes de trabajo y la propensión a sufrir enfermedades ocupacionales derivadas del calor ocurren, con mayor frecuencia, en la franja de temperaturas situada entre los 90 y los 100 grados Farenheit.

El cuerpo humano cree que, entre esa franja de temperatura, es capaz de responder mecánicamente, que está preparado para ello, pero la realidad térmica, por más que se trate de procastinar, se impone en no pocas ocasiones y provoca desajustes fisiológicos y mentales de consecuencias que pueden resultar graves. En cambio, por encima de esas temperaturas, el titular del cuerpo y de la mente, entiende que debe protegerse de más, hidratándose también de más, tomando periodos de descanso más largos, buscando áreas ventiladas y cubriéndose las partes del cuerpo que puedan quedar expuestas a la radiación solar directa.

Por ende, necesitamos aprender a convivir con un nuevo orden climático global, adecuarnos a una nueva realidad atmosférica que altera nuestra percepción sensorial y que puede conllevar implicaciones graves de salud, si no nos adaptamos a ella. Ergo, para evitar males mayores, se requiere una acción coordinada entre todos los que sufrimos la incidencia del calor, a saber, del gobierno para regular horarios y espacios de trabajo en situaciones extraordinarias, de la voluntad y la creatividad de los patronos para seguir humanizando los lugares de trabajo, y de los empleados para modificar sus hábitos y, de ese modo, minimizar potenciales consecuencias.

Las proyecciones modelísticas, aglutinadas por el IPCC, el organismo transnacional que se ocupa de cartografiar el clima de la Tierra, tanto a corto, como a medio y largo plazo, son pesimistas en el sentido no solo de la continuidad del calor como principal indicador de la transformación del clima, sino de su incremento, con todo lo que conlleva que la atmósfera terrestre contenga más energía, porque la temperatura no es sino la magnitud física que mide la velocidad de desplazamiento de las moléculas que componen los gases troposféricos.

Aunque, como civilización, sí está en nuestras manos revertir los efectos de las emisiones de CO2, no podemos modificar individualmente el clima, pero sí de precavernos de sus manifestaciones más agresivas mediante medidas o actitudes, según sea nuestro rol.