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Opiniones

El chip de un "Dios" llamado Elon Musk

El gurú de la ciencia ha llegado ahora más lejos porque se ha entrometido, de manera más invasiva que sus predecesores, en el órgano más complejo de la creación: el cerebro humano.

Licenciado Jaime Sanabria Montañez, columnista de NotiCel.
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El ansia de parecerse a Dios, que poseen algunos de sus hijos, permite que ciertos logros, que años atrás hubiesen sido considerados milagros, adquieran hoy una dimensión terrenal.

Nuevamente, Elon Musk, odiado y querido en partes iguales, quien en su empeño por dotar a la humanidad de un progreso exponencial, tras la popularización del coche eléctrico con sus Teslas y la reutilización de los cohetes espaciales, de su empresa Space X, ahora, desde otra de sus organizaciones con instinto ecuménico, Neuralink, ha conseguido implantar un chip en el interior de un cerebro humano, vivo, para poder dar órdenes a un artilugio electrónico – parece que un teléfono celular y una computadora – a través de su mente.

La noticia tiene una génesis unilateral, pues se dió a conocer desde la propia cuenta de X (red social de la que es titular plenipotenciario) del empresario/gurú (¿genio?) y, precisamente, por esa falta de contraste con otras fuentes, hay que tomarla con la debida cautela. Aunque dada la trascendencia del asunto y el celo de las agencias acreditadas para investigar algo tan trascendente, parecería absurdo que el avance no pudiese ser no solo contrastado en un futuro inmediato, sino extendido a otros potenciales usuarios. No se ha revelado, sin embargo, quién es el titular del cerebro escogido.

No obstante, ninguna tecnología irrumpe de la nada. Existe un continuum evolutivo que conecta lo novedoso de hoy con lo novedoso de ayer y, por esta influencia de un invento en otro anterior, cualquier pretendida revolución queda de ordinario convertida en transformación. Basta, para ejemplificarlo, el caso de otro genio, Stephen Hawking, fallecido hace ya cinco años, que se comunicaba con sus congéneres, en la última fase de su vida, porque aún podía mover levemente su mejilla derecha (como si fuese a guiñar un ojo). Fruto de ese estímulo, los ingenieros de Intel – una conocida empresa de programación – colocaron cerca de su mejilla un sensor de rayos infrarrojos que detectaba cualquier movimiento en la cara de Hawking. De ese modo, el científico con Esclerosis Lateral Amiotrófica (ALS) podía seguir moviendo el cursor de su pantalla.

Pero Elon Musk ha llegado más lejos porque se ha entrometido, de manera más invasiva que sus predecesores (ya existe la posibilidad de poder ejecutar algunas acciones con el pensamiento), en el órgano más complejo de la creación, el cerebro humano. Pero, ¿para manipularlo? El verbo que utilicemos para describir lo anterior queda a elección de cada uno nosotros, pero lo fehaciente es que donde no existía funcionalidad neuronal comunicativa, ahora parece haberla, y sin la intervención de cables o cualquier otro canal que no provenga de los intersticios cerebrales.

El hito de Musk, buscado desde hace un tiempo atrás, se ha colado en los titulares y primeras planas de los medios de comunicación planetarios y ha provocado un sinnúmero de reacciones, no pocas temerosas de que esta punta del iceberg tecnológica haya sorprendido a la humanidad con las defensas bajas, aunque los beneficios parezcan, de entrada, muy superiores a los posibles efectos perniciosos del uso de la tecnología.

Parapléjicos, tetrapléjicos, aquejados del ALS, Párkinson o Alzheimer, entre otras múltiples enfermedades neurológicas o neurodegenerativas, podrían reanudar la buena relación perdida con sus semejantes e, incluso, llegar a sanar. Pero también los tesoreros de esta tecnología podrían caer en la tentación de someter la voluntad de los implantados y utilizar los implantes para cometer acciones fraudulentas de índole diversa.

Como de costumbre, la aceleración tecnológica de la interfaz cerebro-computadora que ha supuesto el anuncio de Musk, no tiene respuesta reguladora activa porque casi siempre el progreso avanza más rápido que las leyes, incluso, que las que dimanan de la ética.

El chip que los científicos de Neuralink han insertado en la red neuronal del paciente cero representa solo el principio. Sin tener la imaginación de un escritor de ciencia ficción, no resulta difícil inferir que cualquier aplicación de neurotecnología, a través de la potencial transmisión de neurodatos, debe considerar las posibles consecuencias para la autonomía, privacidad, responsabilidad, consentimiento, integridad y dignidad de una persona, y no queda lejos la suposición de la posibilidad de algún tipo de discrimen laboral como resultado de una interpretación incorrecta de esos neurodatos.

Decodificar un cerebro, desde el exterior, puede entrañar la más absoluta pérdida de privacidad del individuo, desnudarlo de cualquier recoveco que quiera mantener a salvo de otros ojos. El derecho a ser uno mismo, el derecho a aspirar a un trabajo conforme a sus capacidades, sin que los evaluadores juzguen otros aspectos de su personalidad gracias a una información proveniente de implantes tecnológicos invasivos, debe ser garantizado por una normativa que, además de regular los aspectos laborales, recoja cualquier posible implicación en otras ramas del Derecho. Y debe comenzar a pergeñarse ya, antes de que la coreografía de un ejército de chips anule, incluso, la capacidad de los legisladores para frenar su avance.

Innovación siempre, pero siempre responsable, con las máximas garantías para los más desguarnecidos.