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Opiniones

Cuando el trap salvó al básquet

Columna del licenciado Jaime Sanabria.

El trapero Anuel AA es el nuevo apoderado de los Capitanes de Arecibo.
Foto: Archivo/Luis López

La nostalgia es un estado mental transitorio que comporta bienestar cuando se reviste de lo benigno. Escogiéndola como pretexto, refugio y coartada para escribir estas líneas, desde que tengo uso de memoria y casi de movilidad, el baloncesto se erigió como mi deporte de cabecera. Durante mi infancia y adolescencia asistía con regularidad, junto con mi familia y amigos, a los partidos de la BSN, una liga que data de 1930 y que ha arrojado figuras de talla internacional del calibre, entre otros, de Carlos Arroyo, José Juan Barea y, si nos retrotraemos a épocas más añejas, sobresalen los nombres de José “Piculín” Ortiz y Ramón Rivas, primeros dos puertorriqueños desarrollados aquí que debutaron en la NBA y prolongaron sus carreras en el contexto de los clubes de básquet europeos de primer nivel, predominantemente españoles.

Si me he dejado colonizar por la nostalgia se debe a esa evocación de aquellos tiempos donde el baloncesto servía como aglutinante de concordia, de exteriorización de un sentimiento de país. Bien recuerdo aquellos días en que las canchas se llenaban, sin enconos, entre las aficiones más allá de que cada una quisiera lo mejor para su equipo. Familia, convivencia, solidaridad, patria y deporte ¿Qué más se podía pedir?

Yo crecí admirando, entre otros, a los aludidos “Piculín” Ortiz y Ramón Rivas. Cuando empecé a jugar a los siete años, quería emularlos y, aunque mis genes no me concedieron la altura suficiente para fajarme bajo los tableros, me dotaron de habilidad para manejarme como armador, según épocas y entrenadores. Jugaba y, con las evoluciones cancheras, iba entendiendo la vida. Comprendí el valor de la estrategia que no era sino tomar en cada momento, en cada acción, la más eficaz de las decisiones para favorecer el juego coral y, en consecuencia, inclinar a favor de mi equipo el resultado. Me curtí en someterme a una disciplina colectiva, a entresacar lo mejor de mí para coadyuvar al conjunto y asimilé que, incluso, el peor de los equipos se revela mejor que la más brillante de las individualidades, y eso es extrapolable a todos los órdenes de la vida.

Podría concluir este preámbulo con que aprendí a escoger la más beneficiosa de las alternativas gracias al baloncesto. Pero como todos, me hice mayor, a mi pesar, y mi vida siguió direcciones que no permitieron mi continuidad activa en el básquet. Aunque nunca perdí mi rol de aficionado, en un momento dado, pude constatar cómo la BSN empezó a languidecer tras una edad dorada, y cómo las canchas se vaciaron y la competición derivó en espectral si se la comparaba con lo que fue.

Sin embargo, en ocasiones, la vida besa en la boca y lo inesperado llama para agradar. Y lo inesperado ha venido rebozado en música, esa música urbana de letras soeces y mensajes no siempre edificantes, pero que se ha incrustado como un tatuaje en los gustos musicales de una amplia franja de la población que se revela transgresora, disconforme, incluso parte de ella, nihilista.

Esa música aglutinante que refleja las insatisfacciones congénitas y adquiridas de una población, en particular y en lo que nos concierne, de la puertorriqueña, se conoce por trap, en concreto trap latino, cercana en ritmo, mensajes y filosofía al reguetón y al hip hop. En Puerto Rico, tenemos algunos de los representantes más relevantes a escala planetaria de esa corriente musical a la que no pocos detractores denuestan por sus letras obscenas y por su incitación al machismo, a la violencia y a las drogas, pero que sus valedores defienden por ser un reflejo de las calles y las mentes actuales de unas clases medias y bajas sacudidas por la desigualdad, por la precariedad, por lo gris de un futuro que no viene repujado con su nombre en la placa del éxito.

Sin embargo, y aunque tanto Anuel AA como Bad Bunny adopten un rol vivencial en primera persona para defender sus letras como manifestaciones de sus vidas, el ambiente familiar de ambos no necesariamente presenta la desestructuración o la miseria de aquellos que sí se sienten identificados con sus líricas. Capacidad de improvisación, un territorio de oídos predispuestos y una excelente visión para el marketing, se ha traducido en decenas de millones de seguidores en YouTube o Instagram que han colocado a los dos traperos puertorriqueños en las listas de personas más opulentas de la isla.

Los dos planteamientos divergentes de estas líneas, el baloncesto isleño y el trap latino, y sus trayectos, se entrecruzan para sorpresa de la una y de la otra. Sucede que Anuel AA ha adquirido la franquicia de los Capitanes de Arecibo y Bad Bunny la de los Cangrejeros de Santurce.

Ambos parecen ser grandes aficionados al baloncesto e, incluso, el segundo ha participado en dos ediciones del Juego de las Celebridades, previo al de las Estrellas de la NBA. Los fichajes estelares de José Juan Barea, retornado a una BSN en la que no jugaba desde 2006, y de otros jugadores, han propiciado un estallido de euforia deportiva que ha contribuido a que la recién iniciada temporada de la liga de baloncesto puertorriqueña registre una recuperación milagrosa de la asistencia de público a las canchas.

En el otro lado de la rivalidad, Anuel AA, propietario de los Capitanes, ha apostado por el producto nacional a través de jugadores con una dilatada trayectoria en la selección nacional como David Huertas, Devon Collier, Denis Clemente y Chris Gaston, además de Walter Hodge, armador de la selección de Islas Vírgenes.

Sin embargo, las auténticas estrellas no solo de los mencionados conjuntos, sino de la propia BSN, son los dos traperos. Su presencia en la fila cero de los famosos despierta los aplausos más acústicos de una afición recuperada para comenzar el resurgimiento que coloque al baloncesto puertorriqueño en el pedestal de las pasadas glorias.

Además, los músicos, eruditos en generar expectación, invitan a celebridades a compartir fila y partidos y provocan entre los aficionados una añadidura primero de curiosidad por ver quiénes flanquearán a Anuel AA y a Bad Bunny y después, una vez presentados, se desata la exaltación y las ganas de más en el próximo partido. Y entre celebridad y famoso, se va entrometiendo el baloncesto en los esquemas mentales de los asistentes.

Por si la adquisición de las dos franquicias por los dos músicos urbanos no hubiese resucitado lo suficiente la BSN, no debemos olvidar que el pelotero puertorriqueño de las Grandes Ligas, Yadier Molina, también adquirió los Vaqueros de Bayamón para dotarlos de una mayor competitividad, quizá con otra filosofía más apartada del show, pero con un extra de profesionalidad directiva y deportiva.

Puerto Rico está de plácemes porque las maniobras cardioresucitadoras in extremis de un básquet nacional poco menos que residual deberían conducir al fortalecimiento de esos valores derivados de lo colectivo. La afición goza, además, de un mejoramiento del espectáculo que concilia el deporte con la idolatría a jugadores y a los propios músicos propietarios. Con el retorno de los aficionados se mejora la cadena de valor, se recupera el orgullo genealógico de lo puertorriqueño y se aspira a que la selección, por la competitividad que dimana de un crecimiento en la calidad y la motivación de los jugadores, recupere ese orgullo canchero que la llevó a ganar a la de los EE.UU. en Atenas 2004.

Aquel niño que me habitó y que a los siete años comenzó a comprender, a través de la práctica del básquet, algunos de los mecanismos de funcionamiento del planeta de los adultos, se ha vuelto a entusiasmar ante el reverdecimiento de la BSN. Algunos gestos, algunas acciones, adquieren una trascendencia insospechada siquiera por los profetas más convencidos de sí mismos. El básquet está de vuelta, reverdecido, y yo con él.