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Muñoz conspiró contra la Revolución Cubana

Como parte de su inserción en la política de Estados Unidos, Luis Muñoz Marín intentó organizar dos conspiraciones armadas contra la Revolución Cubana a principios de los años 60, revela un reciente libro, Puerto Rico: Política exterior sin estado soberano, 1946-1964, por Evelyn Velez Rodríguez (Ediciones Callejón, San Juan, 2014). El libro aborda la relación de Muñoz y su grupo con entidades regionales caribeñas; el rol de Puerto Rico en el plan de hegemonía económica estadounidense en America Latina en los años 50; la función del llamado Departamento de Estado de la Isla; y con Rómulo Betancourt, Jose Figueres, Rafael Trujillo y la Revolución Cubana. Muestra el deseo intenso del grupo de Muñoz por cooperar con Estados Unidos.

El texto indica que Muñoz estaba en contacto con el ala más llevadera o ‘liberal' del Departamento de Estado norteamericano, y sirvió de intermediario entre el exilio cubano y el aparato estadounidense, incluyendo al presidente Kennedy. Recomendó al Departamento de Estado que las acciones armadas contra Cuba fuesen realizadas por grupos contrarrevolucionarios dentro de Cuba.

La CIA y el Pentágono auspiciaban grupos más violentos aún, de extrema derecha del exilio cubano, en que destacaban personeros del derrocado régimen de Fulgencio Batista. Este dictador, emblemático de corrupción y represión sangrienta, huyó de Cuba mientras se acercaba a La Habana el ejército guerrillero triunfante encabezado por Fidel Castro, el cual llegó a la capital en enero de 1959 rodeado de multitudes populares que le vitoreaban.

Con frecuencia la CIA y las Fuerzas Armadas estaban en oposición al Departamento de Estado norteamericano, donde a su vez había por lo menos dos tendencias, una más conservadora que otra. Muñoz estaba en comunicación con los funcionarios del Departamento de Estado Adolphe Berle, y de la Casa Blanca, Richard Goodwin.

En enero de 1962 Muñoz buscaba apoyar grupos contrarrevolucionarios armados dentro de Cuba, de manera que se evitara una repetición del estrepitoso fiasco de Playa Girón, en abril de 1961, cuando una invasión organizada por la CIA y el Pentágono —y aprobada por los presidentes Eisenhower y luego Kennedy— fue derrotada en 72 horas por el pueblo cubano bajo el liderato de los dirigentes principales de la Revolución. Para Muñoz las bandas que operaban dentro de Cuba debían ser protagonistas y recibir respaldo militar desde fuera.

Muñoz buscaba un lugar para que los contrarrevolucionarios se entrenaran militarmente. Descartó a Puerto Rico aduciendo que tenía demasiada gente en relación al limitado territorio. Por medio del legislador del Partido Popular Democrático Santiago Polanco Abreu, pidió a su amigo Rómulo Betancourt, presidente de Venezuela, que los contrarrevolucionarios se entrenaran en este país, pero la respuesta fue negativa. Betancourt dijo que le costaría muy caro políticamente si la opinión pública se enteraba, y sugirió a Muñoz otras posibilidades: la isla de Chachari en las afueras de Trinidad, Honduras y Panamá.

El lector supone que esta gestión quedó en nada y más bien respondía a una inclinación ‘subjetiva' del Gobernador, que se ve a lo largo del libro, de buscar un protagonismo en los asuntos interamericanos que el gobierno de Estados Unidos nunca le permitió. La narración —una investigación doctoral de Historia— justamente señala la frustración, una y otra vez, de los funcionarios del llamado Estado Libre Asociado, sobre todo Muñoz y el secretario de Estado Arturo Morales Carrión, ante la negativa de Washington a concederles un margen apreciable de ‘política exterior', más allá de servir a la política norteamericana mostrando una imagen del progreso de Puerto Rico como propaganda. El libro menciona otros altos funcionarios del ELA que participaron en la política ‘internacional': Moscoso, Trías Monge, Ramos Antonini, Rafael Picó, Jaime Benítez, Géigel Polanco.

Muñoz y Morales Carrión operaban a base del curioso concepto de que mientras más sumisión mostraran en su disposición a ayudar la política norteamericana en América Latina, más dispuesto estaría Washington a permitirles algún grado de autonomía. Pero ocurría lo contrario, pues la función de Puerto Rico era propagandizar el sistema norteamericano. Tratando de burlar la normativa de Naciones Unidas contra el colonialismo, las ‘relaciones internacionales' del ELA simulaban que Puerto Rico no era un territorio colonial e interactuaba libremente con otros países. Eran más bien relaciones públicas o publicidad. Mediante fotos y noticias de visitas de funcionarios extranjeros, el ELA aparentaba tener relaciones con gobiernos de América, el Caribe, Asia y África. Pero justamente por la falta de desarrollo político y económico propio —a pesar de, y gracias a las grandes inversiones de capital norteamericano que invadían la Isla—, a las fotos y publicidad no seguían relaciones verdaderas entre naciones.

Sería inexacto reducir a Muñoz, Morales Carrión, Moscoso, Benítez y otros de este grupo a meros agentes del imperialismo estadounidense —como sugiere, por ejemplo, Adriana Puiggrós, Imperialismo y educación en América Latina (Nueva Imagen, México, 1980)—, pero sería desacertado negar que en efecto lo eran, si bien eran además políticos e intelectuales interesados en ampliar la ‘cultura' puertorriqueña dentro del marco colonial. Luce que eran presa del tipo de situación, que comenta Antonio Gramsci, en que el político se cree que es el estado (La formación de los intelectuales, 1930).

Muy temprano el gobierno revolucionario de Cuba denunció ante Naciones Unidas la represión brutal contra Pedro Albizu Campos y los luchadores independentistas, y el colonialismo norteamericano en la hermana isla. Muñoz tenía ahora más razones para activarse contra la Revolución Cubana: en defensa de la política norteamericana, y para defender la imagen de un Puerto Rico supuestamente ya no colonial, que se había esmerado en cultivar, con poco éxito, en pronunciamientos, entrevistas e intercambios fugaces con diversos gobiernos. Incluso desde años antes de crearse el ELA, Muñoz afirmaba en exposiciones de alcance internacional que Puerto Rico no era colonia y que Estados Unidos no tenía interés político ni económico en la Isla.

En agosto de 1962 Muñoz se activó en otro complot contra Cuba, esta vez en colaboración con uno de los dueños de la empresa Bacardí, Pepín Bosch, amigo suyo desde fines de los años 30 y, sugiere el texto, donante del PPD. Bosch debía comprar explosivos en Guatemala para los contrarrevolucionarios cubanos, pero el gobierno norteamericano estaba frenando el negocio. Muñoz expresó: ‘No comprendo cuál podría ser la motivación del Embajador [estadounidense] en Guatemala en obstaculizar esos preparativos. Las bombas no son para usar, según me informó [Daniel] Bacardí, desde los Estados Unidos, sino desde otros orígenes'. Pidió a Morales Carrión que gestionara que la operación fuese expedita, lo cual, puede inferirse, tampoco quedó en nada habida cuenta de la poca atención que el gobierno norteamericano concedía a lo que dijera un funcionario de Puerto Rico.

La autora señala: ‘El hecho de que Muñoz Marín le pidiera la intervención a Morales Carrión para contribuir a la ejecución de un acto terrorista en contra de Fidel Castro resulta revelador'. No dice, sin embargo, qué revela. En este sentido una ambigüedad recorre el libro, entre sugerir que Puerto Rico creó una política autónoma y narrar una y otra vez que la política de Puerto Rico se ubicaba inexorablemente dentro de la norteamericana.

Parece que el libro persigue sensibilizarnos a las posibilidades actuales de que Puerto Rico desarrolle iniciativas internacionales mediante la habilidad intelectual y política de sus funcionarios, ya que no están la Guerra Fría ni la presencia militar que tenía Estados Unidos en la Isla. Es un objetivo encomiable, si bien es necesario comprender la magnitud y violencia del fenómeno del imperialismo, en que la exportación de capital monopólico de unos pocos países determina la geografía y forma la sociedad y economía de otros países, y también su política y la psicología de sus intelectuales y administradores. Por eso una pregunta es si a estas alturas la economía y la política de Puerto Rico podrían cobrar autonomía a partir de gestiones de funcionarios.

El libro indica que el gobierno de Washington apoyaba la ‘izquierda democrática' de América Latina, a la que pertenecerían entre otros Muñoz, Betancourt, el costarricense Figueres y el dominicano Juan Bosch; pero apoyaba todavía más las corruptas dictaduras de Trujillo en República Dominicana, Somoza en Nicaragua, Batista en Cuba, Duvalier en Haití, Pérez Jiménez en Venezuela y otras.

En la esperanza de que Estados Unidos los respaldara, Muñoz, Figueres y Betancourt coauspiciaban seminarios y otras actividades en la región promovidas por el gobierno de Estados Unidos y la CIA para afinar su política latinoamericana. Por su parte, Washington consistentemente respaldaba los dictadores —destacaba en esto la Marina de guerra— y disimulaba poco su menosprecio por los de la presunta izquierda democrática, si bien eran sus aliados y amigos leales.

La autora Vélez Rodríguez no interroga mucho esta tensión política, que es a su vez tensión en la narración. Al insistir en la ‘Guerra Fría' como punto de referencia explicativo, no examina la estructura del imperialismo norteamericano y su relación concreta con la política y economía de América Latina y el Caribe, ni las clases sociales que respaldaban el orden auspiciado por Estados Unidos y las que tenían intereses opuestos y tenderían a otras ideas políticas.

El interés protagónico de Muñoz se ve en que, según sugiere el libro, en 1957-58 colocó un agente encubierto, pagado por el gobierno de Puerto Rico, en un grupo anticomunista de Nueva York vinculado al dictador dominicano Trujillo. El dictador y Muñoz se despreciaban mutuamente, mientras Washington respaldaba a ambos. Este espionaje no tuvo mayor consecuencia, una vez más, e indica el escaso margen de ‘autonomía' en que Muñoz luchaba, quizá sobre todo imaginariamente, por crear una política propia que nunca se realizó.

En 1961 Trujillo fue asesinado en una emboscada, de la que hay pocas dudas que fue orquestada por la CIA pues el tirano ya representaba más problemas que soluciones para Estados Unidos. A fines de 1962 el demócrata reformista y escritor Juan Bosch fue electo presidente de la República Dominicana, en una arrolladora victoria. Siete meses después fue derrocado por un golpe de estado militar apoyado por las clases altas reaccionarias dominicanas con la connivencia del gobierno de Estados Unidos. Desencajado por la Revolución Cubana, un Washington paranoide se volcaba contra cualquier cosa que le pareciera socialista en el Caribe. Los dominicanos iniciaron una gran movilización exigiendo la restauración de Bosch. Estados Unidos respondió en abril de 1965 invadiendo la República con 42 mil soldados. El pueblo dominicano se alzó en armas. Finalmente hubo un acuerdo a regañadientes.

La Revolución Cubana capturó la imaginación de los jóvenes y las clases populares latinoamericanas y alrededor del mundo, a la vez que se empantanaba el ‘desarrollo' que Truman anunció en 1949 para los países pobres. El capital estadounidense se resistía a transmitir conocimiento técnico y ayudar a una modernización de América Latina —aunque a la larga le convendría que la región tuviese mayor poder adquisitivo—, y buscaba seguir invirtiendo allí a base de las ventajas fabulosas de salarios bajos, reducida renta del suelo, materias primas baratas y amplio mercado financiero.

Las últimas páginas del libro narran la frustración de Morales Carrión respecto a las expectativas de los intentos internacionales y la función del Departamento de Estado criollo. Un escrito suyo de 1961 argumenta que el gobierno debía avanzar más en la obra social, para influenciar más efectivamente los diversos sectores que conforman el gobierno de Estados Unidos. Sugiere una crítica al protagonismo personal de Muñoz y que debía destacarse más el ELA como logro colectivo de Puerto Rico. Se queja de que Washington nunca tomó en consideración los funcionarios isleños.

El libro muestra un asombroso servilismo del grupo de Muñoz, que esperaba lograr autonomía adhiriéndose a Estados Unidos. Hace conspicuo el contraste con un hecho vigoroso que no era parte del libro: el resurgimiento del independentismo revolucionario a partir de los años 50, y su crecimiento en los 60 bajo inspiración de la Revolución Cubana. Las relaciones internacionales que este independentismo construyó fueron mucho más reales y elaboradas que las que Muñoz intentó.

La impotencia muñocista tiene su contraparte más contundente en la victoria cubana, que edificó un estado fundado en una soberanía real que a la larga ha cosechado frutos, mientras la economía y la sociedad de Puerto Rico apenas se han construido. La visión antimperialista que difundió Cuba alentó múltiples movimientos populares y gobiernos en América Latina y las antillas. Alterada la correlación de fuerzas, desde fines del siglo 20 Estados Unidos se ha visto forzado a permitir regímenes electorales, los que han movido gradualmente el continente hacia la izquierda y brindado nuevos espacios a las clases populares y a las ideas democráticas y socialistas.

*El autor es profesor de ciencias sociales en la Universidad de Puerto Rico. Tomado de 80 Grados.