Cuando hay que mandarlos a freír espárragos
Era una tarde cualquiera de verano, en la que el aburrimiento me llevó desde tempranas horas a uno de los puntos de encuentro que frecuentaba.
Segura de que me encontraría con algún truco de esos casuales, me dispersé sola- como prefería hacer en la mayoría de las ocasiones- hasta la ciudad universitaria en el carro.
Llegué cuando el reloj marcaba las seis en punto de la tarde y, sin darme cuenta, los aires acalorados ya anticipaban que después de satisfacerme mínimamente tendría que sacar las pezuñas para recordar cómo funciona la cosa: tú me usas, yo te uso; nos gozamos, no de otra forma. Como quiso jugársela fría, le hice pasar un divertido pequeño susto.
En un principio, la hora y el día hicieron la movida más llevadera y con menos necesidad de disimulos. El local estaba vacío y sólo bastó un intercambio de sonrisas para marcharme con el galán, como ya habíamos hecho en otras ocasiones.
Él sugirió, sin vacilar, dar un paseo hasta llegar a su casa que ubicaba a unos 25 minutos de donde nos encontramos. Yo, como de costumbre cuando estoy en confianza, me dejé llevar.
Parece que el leve coqueteo que se había dado en el camino hasta que llegamos a su habitación le había sido más que suficiente y como rutina mecánica se quitó la ropa, prendió el aire y se convirtió en una bestia.
Sin oportunidad a que yo gozara más de 15 segundos, él ya había acabado. Intentó, seducirme una vez más, pero me percaté de que sería imposible lograr que su miembro volviera a entrar a mi Templo Sagrado; muy probable porque mi Baubo sintió la hostilidad de la macharranería con la que él actuaba y se resistió.
Yo tenía mis pautas bien claras; lo de La Mata Hombres no venía en vano.
No habían transcurrido ni siete minutos y él ya roncaba, dejando en evidencia que estaba más alcoholizado y drogado de lo que supuse.
Mi intento por despertarlo en múltiples ocasiones fracasó. Así que, como por suerte su carro era automático, harta del frío, tomé las llaves y me largué. Como nunca dejo mi número de teléfono, corroboré que su aparato telefónico estuviera en el auto para que pudiera comunicarse.
Regresé a la ciudad universitaria y entre el gentío que sí había entonces disimulé para que no se percataran del cambio de auto. Lo dejé allí y celebré la paz que sentí cuando volví a mi hogar.
Al otro día, cuando llamó desesperado y molesto por el 'car jacking' me di un poco de puesto para entregárselo, realmente estaba ocupada.
Pasó algún tiempo antes de que volviéramos a coincidir, me sonrió tímido y con respeto. Sabía, por su mirada, que conmigo no podía tirarse esas puercadas: solo soy objeto, si ambos lo somos; solo me usas, si ambos nos gozamos. De lo contrario, te puedes ir a freír espárragos.