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Cuando me toca ser Reina

Fue tal vez el verano del que más gratos recuerdos guardo. Junto con una amiga celebraba el fin de un bachillerato que, muy conscientemente, estiré lo más que pude. Después de siete años de una pipita de cerveza bien trabajada e innumerables trasnochadas, en particular por la asignatura de desarrollo social riopedrense, había que cerrar con broche de oro esa etapa del diploma que aseguraba yo era una estudiante magna cum laude.

Como regalo a mi misma y con la ayuda de mis padres, me aventuré con un viajecito por Europa: sin mucha planificación, con una mochila y acompañada por mi amiga. Durante ese mes y algunas semanas, recorrimos literalmente desde la punta Oeste hasta el Este del viejo continente; o sea desde Portugal hasta Hungría.

En París, la parada fue bastante breve. Nos quedamos, al igual que en Holanda, con gente que conocimos a través de una red social que se llama 'Couchsurfing'. No fue hasta que abordamos el tren que nos llevaría a Venecia que, sin darnos cuenta, nos convertimos en las reinas de Italia por dos días, y todo porque habíamos puesto una botella de vino en cada bolsillo exterior que ubicaba en ambos lados de las dos mochilas.

Cuando los que trabajan en el tren divisaron esas cuatro botellas, nos ofrecieron movernos a una cabina solo para nostras dos y sin extraños. Al acomodarnos, nos invitaron a la barra y más, en la noche, a una fiesta en la cabina de uno de los tantos muchachos de la tripulación. Estuvimos cerveza tras cerveza tras cerveza hasta que se acabó todo el alcohol y nosotras ofrecimos y pusimos nuestros vinos.

Ya a esas alturas cada una tenía claro a quien se quería llevar enredado, así que pasó lo que tenía que pasar. Yo estuve con el tipo más alto con el que jamás he estado y su cabina era muy pequeña, podrán imaginarse lo verdaderamente divertido que fue hacer maravillas en un diminuto espacio con un italiano que hablaba muy buen español. Amplios ojos negros, pelo rizado desaliñado, y una mirada asesina imposible de evitar. Sus enormes manos fueron deslizándose poco a poco por mi cuello y hombros hasta llegar a mis pechos y pese a las incomodidades logró retirar en tiempo récord y sin contratiempos la ropa que me separaba de su Gloria. Esa noche descubrí que algo hay de cierto en eso de que los italianos lo hacen mejor.

La mañana siguiente, se encargaron de que ambas tuviéramos nuestros desayunos (que ni estaban incluidos) en la cabina. Además, nos convencieron de que nos quedáramos una noche en un hostal allí en Venecia, en vez de irnos ese mismo día como estaba planificado.

Aprovechando que era el día libre de ambos, nos hicieron los arreglos de estadía, de tren y nos planificaron una velada romántica por la Reina del Adriático. Nos cargaron las mochilas hasta el antiguo edificio que también servía de librería y quedaron en buscarnos unas horas después. Nosotras nos fuimos de tiendas para tener con qué lucir regias en el encuentro de la tarde.

No nos dejaron pagar ni un centavo. Comimos, bebimos y reímos sin parar por largas horas. Recorrimos, tal vez, los lugares más hermosos y menos turísticos de ese famoso recoveco que está a punto de hundirse. Terminamos en casa de uno de ellos, donde mi amiga se quedó. Yo, me fui con mi italiano para apretujarnos, saborearnos y gozarnos entre libros después de una buena charla sobre la vida y política en general.

En el desayuno intentamos, una vez más, invitarlos sin éxito. En el juego, ya de camino a la estación del tren, cuando mi galán me pidió un correo electrónico se lo negué. En la despedida, le pregunté cómo podíamos seguir en contacto, se rió y me dijo de forma coquetona que no era necesario. El tren se marchó y al cabo de pocas horas llegamos a nuestro próximo destino...

Nunca más supe de él. Solo quedó un recuerdo exquisito de la Serenissima, que de serena nada .

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