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Opiniones

¿Habremos aprendido?

El licenciado Víctor García San Inocencio reflexiona sobre la Segunda Guerra Mundial y cómo fue treinta veces más letal que un COVID-19 constante que durase cinco años.

Licenciado Víctor García San Inocencio, columnista de NotiCel.
Foto: Juan R. Costa

Se recuerda esta semana a millones de muertos. Van 75 años del cierre de los campos de concentración en Alemania y Polonia, diseñados para la explotación laboral y el exterminio sistemático de judíos, gitanos, homosexuales, comunistas y disidentes por la maquinaria de conquista y supremacía nazi.

En estos días cuando el COVID-19 alcanza a 2.36 millones de contagios y 163, 134 víctimas (John Hopkins tracker del 19 de abril del 2020) trato de ubicar con el retrovisor de la imaginación, las dimensiones de aquel Holocausto, y me doy cuenta que los números luctuosos de aquella urdimbre no comparan con los de la pandemia.

Si proyectáramos lo ocurrido en los pasados cinco meses, a lo que sucedió en Europa durante al menos cinco años, el COVID-19 se quedaría muy corto contagiando a menos de la mitad, de los sesenta millones de víctimas mortales militares y civiles de la Segunda Guerra Mundial.

Tal proyección arrojaría en cuanto a muertes por el COVID-19 a cinco años, a casi dos millones de muertos. (Recordemos que ni los virus, ni las guerras se comportan como constantes. Estas son abstracciones matemáticas incapaces de asir las “Sorpresa que te da la vida”.)

El evento que culminó hace 75 años en el teatro de guerra europeo fue treinta veces más letal que un COVID-19 constante que durase cinco años. Si bien aquella guerra en el marco europeo empieza en septiembre del 1939 con la invasión de Polonia, donde hubo inicialmente varios miles de víctimas de la guerra relámpago, no es hasta el 1940 que se enciende de veras la carnicería.

En el Pacífico la guerra acabaría de súbito en agosto del 1945 (con la tétrica destrucción instantánea por la mano atómica en dos fechas, de Hiroshima y Nagasaki, y la matanza de 250,000 civiles, incluidos decenas de miles niños.)

He pensado mucho en estos meses en los paralelismos en que pueden situarse los escenarios bélicos que concluyeron en el 1945 y la pandemia del Covid-19 a setenta y cinco años de distancia. Lejos de ser pesimista, bien sé, que si la Humanidad pudo salir de la destrucción y muerte de aquella guerra --aunque salimos torcidos y prestos a fraccionar y multiplicar el conflicto-- podremos salir de esta pandemia que arropa más, pero es por mucho menos fuerte, pues sabemos que en cuanto al COVID-19, no debe haber nadie aquí y ahora, con deseos de destruir y aniquilar al otro.

No dejo de pensar, a pesar de este consuelo, en el sino de quienes fueron a parar a campos de concentración y exterminio. Aclaro, que los hubo también en Asia, a cargo de Japón, y en la entonces URSS; y que Estados Unidos tuvo los suyos, aunque de encierro, a sus inmigrantes japoneses y a sus descendientes, muchos de ellos ciudadanos estadounidenses que se pasaron presos con sus familias buena parte de la guerra.

Vuelvo a los paralelismos, a similitudes y sobre todo a las diferencias. En casi todos los países se ha recurrido en los últimos meses a modalidades de encierro doméstico. Los encierros más tajantes han sido precipitados a causa de la incompetencia, o de la falta de herramientas de los gobiernos, o a causa de haberse dormido en las pajas, o en los mitos, hasta que los agarró la bruja con cientos o miles de contagiados.

Estos encierros suponen una separación física con repercusiones en la psique de la persona y de las colectividades. Provocan una fractura y descarrilamiento de la vida civil y de la actividad económica, una fracción de la cual se ha podido mantener a base de los adelantos tecnológicos en las telecomunicaciones.

Se trata de encierros de naturaleza diferente, pues lo que puede matar no son las balas, ni las explosiones, ni las esquirlas. Te mata un virus --de origen todavía desconocido -- ojalá que no sea del complejo militar-industrial-- que lo portan enfermos sintomáticos o asintomáticos generalmente de persona a persona. Su peligro mayor es la transmisión silente, asintomática. De ahí, el énfasis en su detección mediante pruebas oportunas, es decir tempranas, para el tratamiento y el aislamiento para detener de este modo la cadena de contagios.

Lo otro, es procurar los medios para promover la recuperación hospitalaria de quienes enfermen más gravemente, investigar y mejorar los tratamientos y medicinas, y trabajar en buscar una vacuna. Hay que recordar que no siempre se da con la vacuna, y que cuando se consigue, esta normalmente tarda. A fin de cuentas el aislamiento doméstico y la ciencia se complementan.

Por tratarse de una fórmula relativamente sencilla, es que duelen tanto la cantidad de tropiezos que hemos visto de parte del aparato gubernativo y sus burócratas durante dos meses, para hacer las cosas a tiempo, y por lo menos, medianamente bien hasta llegar a la perfección. Pero tienen puesta la vara muy bajita, o los factores contaminantes como la politiquería, la corrupción, el efecto erosionante de la incompetencia entronizada, y la carencia de miras y ánimo preventivo, los ha dejado anémicos.

La Segunda Guerra Mundial también estuvo plagada de errores e incompetencia; de falta de preparación y previsión; de aparatosas ejecutorias; de falta de reservas; de idiotez al por mayor y una fuerte dosis de complacencia. Intervino también la soberbia de muchos, el atropello y el desprecio hacia las ideas y los derechos del prójimo, junto con excesivas dosis de egoísmo en las clases gobernantes y empresariales.

Demasiada gente miró para el lado, o justificó descarada e interesadamente los apresamientos, las deportaciones, igual que antes vieron muy bien la bonanza económica provocada por la demanda de bienes para que se comenzaran a armar hasta los dientes los carniceros.

Sin excesivas, ni prematuras conclusiones, considero que buena parte de las complicaciones que ha traído el COVID-19 a Puerto Rico son provocadas por factores que se crearon y cebaron mucho antes. Más aún, estimo que algunas de las complicaciones más recientes han obedecido a la falta de liderato y de brújula, por parte de aficionados con título, pero sin temple, ni cultura cívica, ni general, ni visión mínima crítica para ver más allá del horizonte de sus narices.

Si bien la comparación del hoy, con los efectos de aquella conflagración mundial hace 75 años los hacen palidecer; los resortes de la insensibilidad y de la insensatez --tan humanos como son-- parecen ser una constante que atraviesa épocas. De estos resortes derivó entonces el secreto, lo que es hoy la falta de transparencia; la explotación descarada de la persona y de su dignidad, lo que es hoy la afición por la corrupción y el desgarramiento de presupuestos públicos; una clara devaluación del valor de la vida, que es probable que en algunos países, en el presente haya algo de eso.

Retorno al espejo retrovisor, miro los cadáveres y a los sobrevivientes de hace 75 años, con la muerte pegada a la piel indistinguible de los huesos, y me indigna pensar en los millones de personas que fueron testigos de estos crímenes y de este crimen sistemático; en quienes decidieron mirar para otro lado, en quienes velaron por su provecho, o acaso estrictamente por su confort; y me pregunto si habremos aprendido. Si una voz fuerte no nos habla a nuestras conciencias a las de todos, o si no late en nuestro pecho un sentimiento de angustia por las víctimas de hoy. Me pregunto reitero, si habrá valido el sacrificio de cuantos vinieron antes en el duro relevo de la vida.

Pienso igualmente en mis hermanos palestinos, sirios, kurdos, centroamericanos, rohingya, y en tantos rechazados, excluidos y masacrados, y vuelvo a preguntarme: ¿Habremos aprendido?

El autor es abogado y exrepresentante a la Cámara por el Partido Independentista Puertorriqueño.

El autor es abogado, exrepresentante y excandidato a comisionado residente por el Partido Independentista Puertorriqueño. Posee un bachillerato en Ciencias Sociales de la Universidad de Puerto Rico y un Juris Doctor de la Facultad de Derecho de la misma institución. Tiene además un doctorado de la Universidad del País Vasco (2016).