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Opiniones

Una familia paga los pecados del ''Molusco''

Columna de opinión del licenciado Jaime Sanabria Montañez.

Jaime Sanabria Montañez.
Foto: Archivo/NotiCel

El exceso de exposición pública, el pronunciarse sin tapujos sobre esto y aquello, sobre este y aquel, dejándose llevar por la ideología, por el constructo de lecturas, viajes, convivencias, conversaciones, entorno y el resto de determinismos que forjan la personalidad, entraña la creación y proliferación de enemigos. Ello porque la condición humana suele ser de amplio espectro, y se agrupa en clanes, en sectas, en partido políticos, en fanáticos de un equipo y en otros cientos de colectividades que permiten a las personas socializar entre ellas. Somos seres diseñados para entremezclarnos y solemos escoger a las personas afines en la misma medida en la que nos defendemos de las diferentes. No estoy personalizando, cada cual tiene sus matices sobre el cómo enfrentarse a este paréntesis tan breve que llamamos vida.

En días recientes, el aludido exceso continuado de exposición ha propiciado un aluvión de desprecio, de invectivas, de insultos, de regodeo hacia Jorge Pabón, conocido multitudinariamente como “El Molusco”. El detonante fue la viralización de un video de corte pornográfico en el que aparecía su hijo, de dieciséis años, menor por tanto.

La salivación social generada, por tratarse del hijo de alguien que se ha granjeado tantos seguidores por su descarnada valentía de decir lo que piensa, como detractores precisamente por lo mismo, el ensañamiento hacia él por el comportamiento de un hijo que temporeramente se le escapó de sus manos, ha abierto una caja de Pandora con él como blanco de las frustraciones ajenas, con él como diana de quizá las frustraciones de quienes dogmatizan desde una teoría inaplicable, desde el desconocimiento, o desde la inopia de quienes transcurren al margen de ese universo paralelo de los usos y costumbres de la adolescencia.

La repercusión del vídeo del hijo del Molusco, lejos de servir para exteriorizar una práctica corriente en una franja de población inmadura todavía de formación y de principios que sería conveniente vigilar primero para poder tomar medidas, bien personales, bien colectivas, derivadas del análisis de esa vigilancia, ha significado una lapidación pública, también viralizada, hacia un Molusco que ha mostrado públicamente su abatimiento emocional, su sorpresa hacia una conducta filial de la que no tenía conocimiento alguno, siquiera por indicios, dado que, según sus propias declaraciones, su sentido de la paternidad le impulsaba a ejercerla próxima, atenta, cuidadosa, pero a juzgar por los hechos, insuficiente.

La adolescencia es esa edad en la que priman los impulsos, en la que el cálculo de las consecuencias de acciones arriesgadas no se toma en cuenta, en la que la coexistencia entre las hormonas convulsas y la libertad individual que ofrecen celulares como templos de la privacidad, proporcionan un escenario apto para la ocurrencia de situaciones que pueden resultar dañinas tanto para la reputación como para la integridad.

En cualquiera de los casos, resultan injustificados los ataques indiscriminados al Molusco valiéndose de la conducta inapropiada, por impremeditada, de su hijo. Y todavía resultan más mezquinos los que arremeten contra un adolescente que ha cometido el error de dejarse llevar por una moda y no ser lo suficientemente cuidadoso para elegir su círculo de confianza a la hora de publicar sus vídeos sexuales. Pero el súmmum de la podredumbre social puertorriqueña lo ha supuesto esa transmisión multitudinaria del vídeo a través de celulares cuyos titulares, de todas la edades, no podían creer que hubiese caído en sus pantallas el vídeo pornográfico del hijo del Molusco, ya fueran detractores o idólatras del youtuber/influencer/presentador/radiofonista, personaje público en definitiva.

Pese a que el artefacto deflagró en la persona del Molusco, este, fiel a sus usos y costumbres, compareció ante una audiencia, la suya, que con seguridad vería sobrepasada sus índices de audiencia ordinarios, expectante por consumir las justificaciones de Pabón, quien lejos de encuevarse, sí mostró su compunción íntima y puso al descubierto las marcas emocionales que el incidente había ocasionado en el tuétano de sus huesos. Aunque no, por ello, dejó de catalogar como innoble (con el uso de un lenguaje más fuerte), no ya los ataques hacia su persona valiéndose del ariete de su hijo, sino la contribución a la satanización de un joven de dieciséis años por parte de cada uno de quienes habían hecho circular el vídeo morboso de, a la postre, un menor.

A quienes le recriminaban su descuido paterno, a quienes criticaban con ligereza la propia ligereza de su hijo por ser tan poco celoso con su intimidad, los retó, con una ironía no desprovista de su habitual tono poco conciliador, a que pensaran y expusieran cuánto conocían de las redes sociales que manejaban sus hijos, a que descubriesen sus contraseñas, a que revisaran sistemáticamente los contenidos digitales que cada uno de sus hijos almacenaba en sus dispositivos.

El Molusco no deja de tener razón cuando infiere que los celulares se han convertido en islas sin fondeaderos, islas blindadas por acantilados que se despeñan directamente sobre el mar sin posibilidad de ser asaltados, porque, en la inmensa mayoría de casos, el celular se ha convertido en una extremidad más de los individuos, quizá la más esencial, y son muy pocos quienes no preservan con celo su contenido y lo alejan de miradas o inspecciones ajenas, y no solo en la franja de edad de la adolescencia.

El suceso será olvidado en breve. No hay escándalo al que no lo sepulte otro y sea subsumido en el recuerdo. El vídeo del hijo del Molusco apenas será recordado en dos semanas, menos en cinco meses, y se tendrá como una vagarosidad remota dentro de tres años.

Pero el acoso de una parte de los puertorriqueños a un Molusco descosido de adentros, sirviéndose de un desliz de un hijo en una edad a la que ningún padre o madre puede controlar en su totalidad, no se puede justificar sino es apelando a la miseria de quienes aprovechan el accidente de un camión de gasolina para prender fuego.

Pedir prudencia, reflexión, empatía, temple a la hora de contribuir a avivar un fuego gratuito, podría ser la moraleja textual de toda esta situación. No olvidemos que, en algún momento, todos podríamos caer involuntariamente en la trampa que, en estos días, la vida tendió al entorno familiar del Molusco.