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Opiniones

El virus de la ''segurosidad'' troncha los derechos fundamentales

Columna de opinión de Víctor García San Inocencio

Licencido Víctor García San Inocencio
Foto: Archivo/NotiCel

Pasado año y medio del inicio de la pandemia del Covid-19 en Wuhan -comienzo que fue escondido, negado y cuya denuncia fue reprimida por las autoridades chinas- es precisamente el autoritarismo y la ''segurosidad'' de los Estados lo que parece haberse llevado la mejor tajada fortaleciéndose, mientras el mundo entero enfrenta las miserias que se ahondan por la profunda inequidad creada y sostenida durante siglos por el sistema de esos Estados.

Más allá de las obscenas ganancias y patrocinios obtenidos por las entidades farmacéuticas y de los caudales inflados de los centros de investigación, más allá de las enormes rentas del sector capitalista del aseguramiento de salud y de los hospitales; el gran ganador en su capital intangible ha sido el Estado. Se ha normalizado a tal grado el sistema de vigilancia y la supresión de derechos fundamentales, que ya casi nadie se cuestiona la despampanante "autoridad" con la que los gobiernos recortan libertades que han costado mucho, implantan un clima de guerra saltándose las garantías formales mínimas del constitucionalismo donde existe su ficción; y sientan las bases para que haya pandemia, o dejando de haberla, cuando ello suceda, seguir operando como si continuase, para seguir domando ---si algo quedase por domesticar--- la defensa y la lucha por las libertades colectivas e individuales fundamentales.

De una manera mucho más pertinaz, probablemente más intensa y sutil que cuando se declaró aquella "guerra contra el terrorismo" luego del 11 de septiembre del 2001, los gobiernos han conseguido arrancar como por hipnosis, no ya un consentimiento silente, sino un sentimiento peligrosamente militante, de quienes atemorizados por el riesgo a la salud y a la vida se aferran a, y se enrollan las cadenas de control que difícilmente se aflojarán en mucho tiempo.

Sabemos que el Estado y los gobiernos desde la China hasta acá, son máquinas que facilitan que la riqueza se produzca, se concentre y se distribuya muy mal, todo ello al servicio de unos sectores que por palanca económica, control o propiedad de medios de comunicación, inversionismo político; consiguen canalizar las fuerzas de cada país en un sistema globalizado al servicio del capital y del mercado por el capital y el mercado mismo. La inmovilización, la distracción y la captación de grandes sectores poblacionales a esa tómbola de infinidad de sueños y de casi infinitas desilusiones es una función de la que se encarga la socialización que cada vez es menos familiar, y sí mediática, proceso institucionalizado que se comparte en algo en las escuelas y agigantadamente en las redes electrónicas y sociales. Se acondiciona a la especie humana al conformismo colectivo, a la ambición individualista delirante, o a simplemente la enajenación de todo lo que suponga solidaridad y búsqueda del bien común. Donde las cosas se salen de ese régimen de control se acrecienta el torniquete de la seguridad, de lo ''seguroso'', de la "mano dura", o de la represión.

De esta forma, cada ciudadano, o la mayoría, se convierte en un policía del vecino a nombre de la seguridad -y ahora covidianamente de la salud- mientras los gobiernos consiguen de manera paulatina reducir el espacio físico y el espacio público -no son lo misma cosa de la protesta. De una manera truculenta y genial, la conciencia misma de la persona se apaga en lo que toca a las expectativas de libertad que una vez tuvo. Esa persona menguada es sometida a una sumatoria de identidades y narrativas ficticias con las que se le envuelve. Se convierten así, en el elemento anestesiante supremo. De esta forma, esta vez a nombre de la pandemia del covid-19, y de la legítima e imprescindible resistencia a la misma, se mete en contrabando esa ''segurosidad'' de estado, que se incrusta en la mente de las personas con efectos prolongados.

En Puerto Rico, donde nunca nos hemos mandado nosotros mismos por ser colonia y siervos de otro país, para el cual somos en verdad, propiedad y extranjeros, no debe ser difícil entender los estribillos antaño futuristas cono el orweliano "Big Brother is watching you", como tampoco explicarse los innecesarios arranques napoleónicos de algunos gobernantes. Después de todo, de qué extrañarnos, si el colonialismo y la dependencia lo han puesto todo bien llanito, y ahora todavía más, transcurrido año y medio del Covid-19 para que puedan desplegar estos napoleoncitos el plumaje abundante de sus ínfulas.

Pero es nuestra adicción colectiva a enrollarnos las cadenas, lo que debe preocuparnos más. Pues el napoleonismo es contagioso y se puede extender a los individuos. Como a aquellos que han decidido crear unilateralmente barreras para negar atención médica a quienes no se hayan vacunado contra el Covid-19, e incluyo a quienes irreflexivamente lo aplauden. Ello a pesar del hecho que, al parecer, personas no vacunadas y los vacunados contaminan por igual. Creo en las vacunas, estoy vacunado y lo promuevo. No tengo pugilatos con la ciencia, especialmente si está al servicio de la compasión. Pero me siento obligado a llamar la atención a la infiltración de este virus autoritario ''seguroso, de la ''segurosidad'', que permite que algunos pretendan convertirse en censores y en negadores de servicios de salud a quienes "no se los merecen", alegan, por no vacunarse. Por esa peligrosa cuesta resbalosa -que nace de otro fundamentalismo que es, reitero, el de la ''segurosidad''- podría deslizarse el país hacia un nuevo abismo de mayores y peores formas de discrimen, precisamente contra los más vulnerables: los presos, los más pobres, los adictos, los hambrientos, los sedientos, los desamparados o los disidentes.

Feo hábito ese de convertirse en guardián del autoritarismo y en verdugo de los derechos fundamentales. Hay que educar y persuadir, pues no se puede forzar la vacunación, aunque sí, se puede restringir el acceso a determinados espacios. El proveedor de servicios de salud que no quiera recibir a un no vacunado, debe estar obligado si va a mantener su práctica, a habilitar un espacio para garantizar la prestación del servicio al no vacunado. Atender a todo enfermo y ayudarlo a curarse es también la mejor forma de detener la cadena de contagios y la ''replicación'' del virus, cónsono con los principios de la Salud Pública.

Vacunémonos también contra el virus de la ''segurosidad'' que troncha los derechos fundamentales.

El autor es abogado, exrepresentante y excandidato a comisionado residente por el Partido Independentista Puertorriqueño. Posee un bachillerato en Ciencias Sociales de la Universidad de Puerto Rico y un Juris Doctor de la Facultad de Derecho de la misma institución. Tiene además un doctorado de la Universidad del País Vasco (2016).