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Opiniones

La ''ciencia'' del derecho laboral

Columna de opinión del licenciado Jaime Sanabria Montañez.

Licenciado Jaime Sanabria Montañez.
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En Bruselas, en 1927, se celebró el Congreso de ciencia considerado como el más importante de todos los tiempos. Lo remató la fotografía con la pléyade de científicos más fecunda de la historia. Era el quinto de los llamados Congresos de Solvay, foros donde los físicos y los químicos más reputados del momento debatían sobre los avances de una época asombrosa en lo que concierne al avance sobre los conocimientos de las urdimbres de la materia.

Por encima de mentes tan brillantes como Planck, Curie, Pauli, Heisenberg, Bohr, Dirac, Schrödinger y una veintena más, sobresalía, si cabe, la de Einstein, oráculo máximo de la historia de la ciencia cuya autoridad era respetada por el colectivo sin apenas oposición. Se podría afirmar que la ciencia era Einstein para ese entonces.

Sin embargo, durante los años precedentes y en aquel 1927, tanto Schrödinger, Heisenberg como Bohr habían profundizado de tal forma en la mecánica cuántica que socavaron las bases de lo tenido como dogma hasta entonces. Precisamente, en el aludido congreso, se produjo un enfrentamiento entre Bohr y Einstein porque este último se negaba a reconocer el principio de indeterminación de Heisenberg, discípulo del primero, que postulaba, a grosso modo, que es imposible medir simultáneamente de forma precisa la posición y el momento lineal de una partícula. Einstein negó inexorablemente la conocida como “Interpretación de Copenhague” y le espetó a Bohr su legendaria frase de “usted cree en un Dios que juega a los dados con el universo” (perdido el sentido de su significado a través de las sucesivas citaciones por unos y por otros) a lo que Bohr respondió algo parecido a “Einstein, deje de decirle a Dios lo que debe hacer con sus dados”.

El principio de indeterminación e incertidumbre sigue vigente porque continúa siendo imposible, con el grado de conocimiento de hoy, saber a la vez la velocidad y la posición de una partícula atómica o subatómica. Einstein se convirtió en el mayor enemigo de la mecánica cuántica. Hizo innumerables intentos para tratar de encontrar un camino de regreso hacia un mundo físico objetivo, buscando un orden oculto que permitiera unir su teoría de la relatividad y la mecánica cuántica. Se desvivió para encontrar una teoría unificada, pero murió sin lograrlo, admirado sin embargo por todos, incluso por aquellos que habían aceptado la respuesta de Bohr sobre que nadie es quién para obligarle a Dios a cómo manejar los dados. Hasta los grandes genios cometen errores, incluso de perseverar en ellos, en lugar de aceptarlos.

Aunque debo reconocer que mi capacidad no me alcanza para entender la complejidad ecuacional de la física cuántica, igualmente debo reconocer que me esfuerzo por asimilarla para poder explicarla y que esa incertidumbre atómica que desprende el conocimiento de lo ínfimo, de lo que a la postre rige los movimientos de células, plantas, animales, humanos y planetas nos vuelve insignificantes cuando defendemos lo absoluto en cualquier modo de afrontar la vida.

Esa imposibilidad de comprender lo ignoto, ese no saberlo todo –o casi nada– del otro (a veces también de uno mismo) me ha llevado a la huida de cualquier absolutismo en mis planteamientos y a la aceptación de que la otra parte puede estar tan en lo cierto como yo en lo errado. Si el gato de Schrödinger podía estar vivo y muerto a la vez, antes de abrir la caja que lo contenía y de que se sepa la realidad, cómo puedo yo saber si estoy en posesión de la verdad o no.

De ahí, de la asunción de mi incapacidad para conocer lo absoluto, escogí creer en Dios, un dios tan dudoso en mí como tan cierto en otros; un Dios que no me condiciona, un Dios al que adoro y respeto porque, si ese mismo Dios sirve de refugio a congéneres a los que considero excelentes, quién vuelvo a ser yo para erigirme en negacionista de su constructo.

Y no se trata de tolerar a quien se pronuncia distinto –porque el verbo entraña una posición de superioridad; se trata de comprender, incluso de no comprender, y asumir la fragilidad que envuelve a un ser humano y a su limitación para entender y respetar no solo tanto el macrocosmos como el microcosmos de la materia, sino las motivaciones que se agazapan en los posicionamientos de los demás: lo desconocido, en suma. A la postre, la vida no deja de ser una balanza personalizada en la que cada uno debe sopesar, con la frecuencia que escoja las buenas y las malas acciones. La finalidad de la mía se cimienta en el predominio de las primeras y la progresiva erradicación de las segundas, en particular aquellas identificables, y aquellas que pudieran resultar perjudiciales para terceros.

Cuando comprendí mi insignificancia cosmológica, la conformación subatómica de mis tejidos primordiales, y luego de haber cometido muchos errores en la vida, entendí (reitero los verbos a sabiendas) que solo me restaba la libertad de escoger ser –o aproximarme– una buena persona, pero a través de mis hechos, de mis acciones que siempre procuro sean resultantes de mi identidad filosófica en afrontar la existencia. Con esta afirmación, que quizá pueda parecer incluso arrogante por autoatribuída, procuro obrar en consecuencia. Quizá por eso me incliné por el Derecho Laboral, porque ahí sí me estaba dado elegir en virtud de lo conocido, de mi universo de valores y creencias, de mi mirada, con intención de ampliar su profundidad y su perspectiva.

El Derecho en general, y el Laboral en particular, debiese propender a la eliminación de los prejuicios, a la suavización de barreras, a la delimitación ordenada en función de las jerarquías, a crear el balance en los deberes y derechos de los patronos/trabajadores, a la consecución de la eficiencia y productividad de las empresas, a mejorar el mercado y economía laboral de cualquier país. El Derecho Laboral se manifiesta en mí como ese modo de aproximarse los unos a los otros en uno de los apartados primordiales inherentes a la condición humana: el trabajo.

Desde el asentamiento del hombre en comunidades, cuando lo que los antropólogos bautizaron como el periodo Neolítico provocó que el hombre dejara de ser cazador-recolector para convertirse en agrícola, ganadero y sedentario, el instinto humano del fuerte de imponerse sobre el débil provocó un sometimiento de demasiados por una minoría. Ese embrión de absolutismo que se engendró en lo social se mantuvo en lo laboral durante demasiados milenios, donde la prestación muscular para realizar las tareas estuvo más próxima a la esclavitud que a la justicia distributiva, una esclavitud literal hasta no hace demasiado.

Con los años, con las transformaciones, con la difusión de la cultura, con las luchas de los que se entendían oprimidos, con los sacrificios y la sangre de demasiados, con la incorporación de patronos comprensivos a los engranajes productivos, con la promulgación de las constituciones, con la territorialización geográfica de las diversas etnias y/o nacionalidades, con la irrupción embrionaria y focalizada y el posterior fortalecimiento y propagación de los sindicatos, con la intermediación de los gobiernos, con la sensibilización de los funcionarios, con la concienciación social, con la extensión –incompleta todavía– de las democracias, con el desarrollo del Derecho; en definitiva, con esta suma desordenada de factores históricos de progreso en modo tótum revolutum, el derecho laboral ha ido evolucionando a tal modo que el presente del ecosistema laboral arroja un orden que resultaría onírico tanto para patronos como para trabajadores sin necesidad de remontarnos demasiados siglos.

Esa suma de fuerzas que lo han hecho evolucionar, de una manera positiva, se puede condensar, generalistamente, en leyes tales como cartas de derechos, constituciones, códigos laborales, desarrolladas a través de un sinfín de leyes que, en cada país, en cada continente fueron adoptando la idiosincrasia propia de sus pobladores.

No voy a hacer un repaso por el sinfín de leyes y reglamentos que han regulado –y habitualmente mejorado– discrímenes, derechos, deberes, productividades, beneficios y conciliaciones, pero no quiero dejar de advertir que resta trecho por recorrer, y aunque menos que hace un lustro, una década, un siglo, sigue habiendo amplitud, hondura y anchura legislativa para la mejoría multidisciplinar de las interrelaciones entre las partes contratantes y las contratadas. Puerto Rico no es ajeno a este acercamiento entre unas y otras, a esa conciliación progresiva de intereses, a un ensamblaje que facilite, a la vez, la productividad y las vidas personales, a ese acoplamiento que propicia la propia evolución a través del desarrollo tecnológico y de situaciones imprevistas como la todavía actual pandemia que ha supuesto un salto inflacionario en el modo de concebir y estructurar las relaciones laborales.

Además de regulación legal –tanto puertorriqueña como planetaria– para subsanar no pocos asuntos del ámbito laboral que todavía necesitan estímulo, desarrollo, equiparación…, se requiere actitud, por igual colectiva que individual, una actitud que yo la concibo desde el respeto y el acercamiento a los credos ajenos, desde el desencastillamiento de absolutismos, de personalismos, de egos para dejar paso al crecimiento, a la comprensión, a ese colocarse en los zapatos del prójimo para percibir la presión que recae sobre sus empeines.

No fue el único error de concepto de un Einstein que le negó de primeras el Big Bang al cura belga Lemaître, o que introdujo la constante cosmológica para atenuar la expansión del universo, aunque estas dos displicencias teóricas sí las acabó reconociendo. Luego si hasta Einstein estuvo equivocado y murió batallador ante aquella indeterminación cuántica que no quería admitir porque quebrantaba la geometría perfecta de su teoría, por qué no aceptar que lo podemos estar todos y cada uno de nosotros; quiénes somos nosotros para no considerar que el prójimo pudiese también tener razón cuando se opone a nuestras consideraciones.

Entender, comprender, respetar, asumir, quizá ese pudiese ser el orden, uno de ellos.