La vida por encima del trabajo
El licenciado Jaime Sanabria opina sobre la decisión de peso que motivó que el dirigente de los Medias Rojas de Boston, el boricua Alex Cora, se ausentara de un partido en las Mayores para cumplir con una gran prioridad en su vida.
Por encima de cualquier ceiba, de cualquier flamboyán, como emblemas arbóreos de nuestra isla, el árbol más significativo para un puertorriqueño es – o debiese - el genealógico.
El único que no admite podas, el que presenta un ramaje boricua que se pierde en los siglos, exclusivo, prorrogable, antecesor y continuador de sagas y por ende de la humanidad.
Sin genealogías, sin linajes, sin estirpes no habría civilización. Cada uno de esos aludidos árboles genealógicos representa a una familia; la familia como unidad básica de convivencia, como eje rector de las emociones, como núcleo de origen y destino; la familia personificando a ese árbol ancestral de cuyas ramas más altas no tenemos apenas memoria, pero, aunque resecas, se mantienen y conservan la arborescencia, porque sin ellas no estaríamos ahora formado parte de las ramas más verdes, esas a las que les llega la savia del presente.
Una apología de la familia, sin pretenderlo, con un mero gesto, con la puntualidad de una renuncia, con un “no” profesional razonado, ha despertado una oleada de solidaridad entre los compatriotas de Álex Cora: nosotros mismos, la práctica totalidad de puertorriqueños que tienen a la familia como uno de los bastiones de la convivencia, como un baluarte de raíces, orígenes y futuro; como respaldo y trampolín; hábitat de hoy y proyecto de mañana.
Álex Cora ejerce en la actualidad de mánager de los Boston Red Sox, un equipo de las grandes ligas de beisbol de los EE UU, el ecosistema deportivo en el que el de Caguas ingresó en 1998 y permaneció hasta 2010 como jugador y en adelante como entrenador.
Pese a la militancia deportiva en la cima del beisbol, Álex no olvidó deportivamente a su isla; al margen de jugar con el equipo nacional entre 2006 y 2009, también fue su mánager general durante un tiempo. Y ni olvidó contribuir a su patria cuando la devastación de María, ni de ofrecer su título de las series mundiales a su pueblo en 2018.
Álex es un tipo que se ha hecho querer por sus compatriotas porque pese a que tuvo que emigrar de Puerto Rico para proyectar su talento deportivo donde el béisbol genera fama y dividendos, siempre ha conservado su ADN boricua más allá de las palabras.
Pero con independencia del reconocimiento deportivo, el hecho que ha traído a Cora hasta esta reflexión es su ausencia justificada en uno de los compromisos competitivos del equipo que dirige deportivamente, los mencionados Boston Red Sox, como consecuencia de la coincidencia de un partido con la graduación de su hija en el Boston College de Chesnut Hill.
Según declaraciones del propio exjugador, la decisión resultó del todo sencilla y escogió no perderse el evento académico de su hija aduciendo que su ausencia como entrenador era algo secundario frente a su ausencia como padre.
En la misma entrevista, Cora manifestaba la catarata de sacrificios a los que se había visto abocado en sus 22 años de trayectoria como jugador y entrenador y que habían supuesto la pérdida de demasiados hitos familiares irrecuperables para el bagaje emocional.
A menudo, quienes observamos a las figuras deportivas desde nuestra posición a ras de suelo, solo nos fijamos en su salario, en su gloria, en la idolatría que suscitan, pero con frecuencia obviamos sus sentimientos, sus renuncias, sus privaciones personales, el menoscabo de sus circunstancias emocionales como consecuencia de la exigencia del deporte profesional de alto nivel.
En los deportistas élite, la familia se eleva como la primera víctima de la frecuencia y la exigencia de las competiciones y, aunque parezca que los lujos propios de sus salarios compensan las privaciones, algunas emociones ni se tasan ni se recuperan. De ahí que el gesto de Álex, esa negativa a renunciar a la graduación de su hija para cumplir con su compromiso deportivo, sea equiparable a un grito de conciliación, a una llamada a valorar que los “héroes” también necesitan de intervalos en los que dejen de serlo y arroparse con la manta de los suyos en la intimidad de su hogar.
A la postre, cualquier ídolo más allá de los mitos clásicos fabulados por los humanos, cualquier persona con trascendencia mediática, tiene también sus propias debilidades, una fragilidad común al resto de quienes no gozan de repercusión y que, a menudo, cuando aflora alguna, se revela más rugosa, más sorprendente porque a los levantadores de proezas parece que no les estén permitidas las flaquezas.
Conciliar se erige en uno de los infinitivos con mayores dificultades para su conjugación. Quizá en lo personal dependa solo de cada uno, de su habilidad para distribuir su tiempo y sus afectos, pero en lo que concierne a lo profesional, suceda en las grandes ligas del deporte o en una oficina, se requiere de una empatía entre las partes para que los sacrificios sean los mínimos y no repercutan sobre la salud emocional, y por extensión la mental, de quienes los sufren o los demandan.
Sin pretenderlo, el gesto de Álex Cora ha despertado un coro de aprobaciones que humanizan a los héroes. No en vano, si nos ponemos trascendentes, un héroe solo es alguien a quien tardamos cinco minutos más en olvidar.