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Opiniones

Picoteando el acoso callejero

Columna del abogado Jaime Sanabria Montañez

El abogado Jaime Sanabria Montañez.
Foto: Suministrada

Los pájaros carpinteros picotean árboles. Dependiendo del tipo de ave, ésta puede pertenecer a una subfamilia que tenga unos picos modestos en comparación con los de otras, más manifiestos, más poderosos. Estos pícidos perseveran, sin descanso, con vistas a horadar los troncos más sólidos y colonizar el confort botánico de sus interiores.

En ocasiones, cuando observo al pájaro carpintero picotear su árbol, suelo mover mi cabeza, en sentido negativo, solo ante mí mismo, pensando que no lo conseguirá. Ambos, el pájaro y yo, solemos establecer una empatía silenciosa. El pájaro persiste y persiste, y yo niego y niego, pero siempre admiro, desde mi intimidad silente, la tenacidad del ave.

Hace muchas eras, quizá no tantas como las que llevo observando a los pájaros carpinteros insistir en sus árboles, las mujeres eran tenidas como objetos, como útiles reproductores, a lo sumo como gobernantas de las economías domésticas. No me estoy refiriendo a África, o a demasiados países islámicos donde el sexo femenino sigue presentando una notable desigualdad de derechos frente al masculino; traigo a colación a Occidente, o sea, a Europa, a los Estados Unidos, a Puerto Rico, entre otros.

Pero la evolución, las leyes, la educación, la reflexión, la filosofía, la denuncia, entre otras cosas, han conseguido picotear, poco a poco, el árbol de la desigualdad hasta niveles que parecían utópicos décadas atrás. Y, aunque aún se reflejan comportamientos que siguen siendo inaceptables, como pueden ser las distintas manifestaciones del acoso, los mismos continúan disminuyendo gracias al abordaje del problema desde múltiples frentes, mediante la aportación del refuerzo de la vigilancia, denuncia, concienciación, educación, consignas, coraje y resiliencia.

Sin embargo, aunque las ramas del acoso han perdido algo más que centímetros y pulgadas, siguen siendo largas y plurales. Una de las variantes de ese acoso, el callejero, catcalling en inglés por su asociación con la onomatopeya con la que se llama a los gatos, ha despertado una gran controversia social, en días recientes, en Puerto Rico.

Obviamente, el acoso callejero puede darse bidireccional, pero resulta manifiesta la predominancia masculina por razones históricas, por aquello de que el hombre parece diseñado para tomar la iniciativa del cortejo o del sometimiento, atavismo cultural y conductual que se sigue dando, aunque atenuado, por el proceso exponencial de la liberación de la mujer.

Pero sucede que la calle es un espacio público y, desde el punto de vista jurídico, requebrar (según las distintas sensibilidades) puntualmente a una mujer puede no ser constitutivo propiamente de acoso, si nos atenemos estrictamente a las normas similares que rigen, por ejemplo, en los espacios de trabajo; porque, en la calle, no necesariamente se da la ocasión para incurrir en un “patrón” de conducta severa y persistente; o porque la víctima no necesariamente se coloca en una posición de cautiverio sin escapatoria alguna; o porque, en ocasiones, es un poco más complejo precisar si la conducta es o no “bienvenida”; o porque el mal llamado acoso se produce efímero en la mayoría de ocasiones y, precisamente, por esa caducidad de la palabra, no necesariamente existe riesgo de afectación mental de quienes lo sufren o consideran que lo sufren.

Pese a lo anterior, existe en Puerto Rico un Código Penal que ya regula conductas desaprensivas en lo verbal y que tipifican, como delito, la intrusión en la tranquilidad deambulatoria, el uso del lenguaje obsceno y el grado máximo que suponen las agresiones y amenazas directas. Pero, a pesar de la claridad terminológica del Código Penal, en dichos casos, resulta también dificultoso acusar, probar y sancionar, precisamente, por ser la calle el escenario de los hechos y cambiantes los actores.

No empece a lo anterior, se ha presentado, en el Senado de Puerto Rico, un Proyecto de Ley (PS326) que pretende contribuir a la eliminación de este tipo de acoso, no solo verbal, sino también conductual. Sin embargo, sucede que, tanto en Puerto Rico como en el resto de los Estados Unidos, nos topamos con la Primera Enmienda en lo alusivo a la protección de la libertad de expresión. La calle, por su condición de foro público tradicional, encarna ese espacio de libertad verbal de los ciudadanos, siempre que las conversaciones no alienten a la violencia ni sobrepasen un número de decibelios de las unidades del civismo.

A diferencia de Europa, donde países como Francia se han relevado pioneros en sancionar, incluso, el tradicional silbido masculino para ejemplificar la admiración hacia determinadas anatomías, en Estados Unidos y Puerto Rico, este tipo de leyes están destinadas a ser declaradas inconstitucionales por colisionar con esa aludida Primera Enmienda.

El PS326, como está redactado actualmente, viene envuelto en una vaguedad terminológica reforzada por la dificultad añadida de discernir, por ejemplo, qué es y qué no es conducta de naturaleza sexual, qué es merecedor de sanción y qué no. Desprendiéndose tanto de la redacción como de la amplia casuística de las situaciones potenciales, el texto es susceptible de una maraña de interpretaciones que podrían contribuir a dividir todavía más a la sociedad.

Derivada de esa ambigüedad textual y de la complejidad del cuerpo de lo que trata de legislar, surgen docenas de interrogantes: ¿es el reguetón sancionable cuando se interpreta en la calle con fines de cortejo, quizá mal entendido? ¿Dónde empiezan y terminan los límites de lo sexual? ¿Constituye delito piropear a una mujer, a un hombre? ¿Dónde termina la elegancia y dónde empieza la humillación? Y otras múltiples que responden a una multitud de supuestos y que elevan la confusión sobre el concepto de lo que debe, o no, considerarse catcalling.

Para complementar la laxitud, la propuesta legislativa solo determina como penas la asistencia a un taller de sensibilización contra el acoso callejero –con un número de horas proporcional a la gravedad de las acciones cometidas– y multas escuálidas, medidas ambas que no parecen elementos disuasorios suficientes para mermar los conflictos.

Por eso, no parece el de la legislación el mejor de los caminos para regular el respeto entre los sexos. Imponer sanciones, tipificar penas, señalar como faltas o delitos conductas ancestrales derivadas de la comunicación entre hombres y mujeres en las que predomina lo difuso, lo interpretable, los umbrales de permisividad de cada individuo, está abocado a amplificar las diferencias entre sexos en lugar de limarlas.

Parafraseando a Gandhi, solo la educación es el camino; mejor precisado, la sistematización de la educación: multidireccional, poliédrica de contornos, de emisores, de cauces. Y una concienciación de que el respeto mutuo y la no intromisión de unos, en los territorios emocionales vetados por quienes preservan su intimidad a ultranza, debería constituirse en ese motor de armonía callejera.

En no pocas ocasiones, el totalitarismo legal ha provocado incendios. Las leyes deben ser contenidas, responsables, consecuentes con la acentuación de los conflictos, pero nunca deben utilizarse para combatir lo circunstancial, o lo abstracto, o el porsiacaso, máxime si no se lesiona al prójimo de una manera objetivable, siempre sujeta a la interpretación de acusados, víctimas o jueces, máxime también si vulneran la libertad de expresión.

No estoy abogando por la laxitud, por un laissez faire regulador, porque ciertamente el acoso callejero existe y constituye un quebranto para demasiadas personas que se sienten no solo incómodas, sino violentadas ante abucheos, silbidos, piropos u otros desmedimientos orales sufridos en la vía pública, pero conviene no tratar de apagar el fuego con gasolina, y sí con reforzar los valores a través de la educación.

Y, de igual forma, conviene también hacer acopio de la misma paciencia que poseen los pájaros carpinteros que, casi siempre, consiguen horadar la dureza de la corteza de sus árboles y cobijarse en su interior.

Y es que lo imposible es aquello que acontece cuando se tacha la palabra “rendición” del diccionario.