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Opiniones

Dignidad no es solo el nombre de un partido

Proyecto Dignidad no persigue a nadie, solo defiende su concepción de la sexualidad, del aborto y de algunos otros temas sociales que entiende, cierto es, desde una óptica cristiana, pero sin arremeter contra quienes no los perciben de igual forma.

Licenciado Jaime Sanabria Montañez
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Uno de los calificativos más prostituidos y, por tanto, más desprovistos de su significado original lo es el término populismo. En su acepción política, significa una tendencia para defender los intereses y aspiraciones del pueblo, el pueblo entendido como colectividad constreñida por una geografía, por una demarcación política, histórica o económica.

Sin embargo, lo casi grotesco –quizá sin el casi–, en la utilización del término, pasa por la atribución del concepto a la facción política rival sin reparar en el populismo, diferente, que destila la propia. Por el contrario, la facción señalada tilda también de populista a su contraria sin tampoco reparar en sus modos y sus procederes.

El populismo no es sino la demagogia de los demás y también la de cada uno cuando la valora alguno de esos demás. Pese a toda la amortiguación anterior sobre el concepto populismo, no deja de ser populista la opinión que, sobre la formación política Proyecto Dignidad, vertió el profesor de Derecho, Carlos Ramos, en una columna de opinión aparecida en El Nuevo Día, porque desde ella trata de exacerbar, hiperbolizar y descontextualizar los postulados y el modus operandi político del aludido partido para espolear de más a una cuota “del pueblo” que profesa ideas contrarias a las que defiende la formación.

Pese al intento de demolición que el profesor trató de hacer, en un primer párrafo demonizador del partido, se vio obligado en los siguientes a templar el discurso ante el reciente episodio de rechazo de la unicidad provocado por su presidente César Vázquez cuando atacó verbalmente contra el honor femenino de la comisionada residente, Jennifer González, cuestionando su embarazo, declaraciones que suscitaron el repudio de los líderes restantes de Proyecto Dignidad, con la senadora Rodríguez Veve a la cabeza de los opositores internos.

También hizo eco de la soledad de la representante Lisie Burgos, en su propio partido, ante la presentación de iniciativas orientadas a la segregación de la comunidad trans que tampoco necesariamente han obtenido aplausos acompasados dentro de su propia formación. Esas divergencias solo evidencian que no se trata de un grupo monolítico, que se admite el disenso, que no hay una Gestapo sancionadora, si alguno decide disentir y contradecir lo declarado por unos o por otros dentro del propio partido.

Esa actitud autocrítica para con los suyos ha propiciado que el pueblo, ese pueblo tan manoseado como el concepto de populismo, haya incrementado su adhesión emocional hacia Proyecto Dignidad.

Adhesión que recoge el análisis del columnista en los párrafos centrales, casi reconociendo la virtud del partido para atraer adeptos –que podrían convertirse en futuros votantes– de un amplio espectro de realidades, creencias y economías y, aunque no lo menciona expresamente, eso da idea de la transversalidad de un proyecto, que pese a tener una base sólidamente cristiana y, sin renunciar a ella como uno de sus los ejes directores, consigue ganar simpatizantes de ámbitos que no sitúan al cristianismo en la cúspide de su escala de prioridades.

Pese a las concesiones que Ramos realiza sobre su buena gestión ideológica para captar adeptos, el profesor no deja de estigmatizar a Proyecto Dignidad con el término “fundamentalista” adosado a “cristiano”. Hasta tres veces, por si no quedara suficientemente expresa con una, la animadversión que el columnista profesa, pese a su intento de moderación, hacia los valores cristianos de la formación.

Cabe reseñar que Proyecto Dignidad no presenta ningún apartado en sus estatutos que pueda ser asociado con cualquier aspecto de fundamentalismo religioso. El cristianismo solo es un vínculo ideológico que machihembra los estatutos del partido político y que ha sido capaz de aglutinar a un número significativo de sus simpatizantes, pero en ningún caso sus premisas dirigen o condicionan de más los objetivos que persigue su programa político.

El fundamentalismo religioso aplicado a un Estado es la prevalencia de la religión en la política hasta el punto de condicionar el día a día de los ciudadanos, de anteponer la religión a cualquier otro estamento capital para la buena marcha de un país. Resulta del todo risible asimilar el fundamentalismo cristiano que atribuye el profesor Ramos a Proyecto Dignidad con los regímenes, estos sí auténticos fundamentalistas, de los ayatolás iranís, con el de los talibanes en Afganistán o con las teocracias neoliberales absolutistas de no pocos países del Golfo.

Parece que el término le surje al profesor como un tic, inercial, irreflexivo, incluso inconscientemente calumniador, pero no resiste el bisturí de la argumentación ni menos el de la comparación.

Comparar es lo que termina haciendo el profesor Ramos en su párrafo final, al tratar de asimilar a Proyecto Dignidad con formaciones de ultraderecha beligerantes con el poder establecido y con unos estándares democráticos poco edificantes para la propia democracia como VOX, el partido español cercano al neofranquismo, y la formación Libertad Avanza de un histriónico o, incluso perturbado, Milei en Argentina.

Proyecto Dignidad no persigue a nadie, solo defiende su concepción de la sexualidad, del aborto y de algunos otros temas sociales que entiende, cierto es, desde una óptica cristiana, pero sin arremeter contra quienes no los perciben de igual forma. No existe, pues, otra presión hacia la sociedad de Proyecto Dignidad que la de continuar siendo ellos mismos, sin sordina, sin filtros, sin imposturas, con la verdad colectiva por delante, sin entrometerse en las libertades personales del individuo, pero sin dejar de defender las suyas como colectivo.

Termina el profesor Ramos con la palabra “indignidad”, como un epítome de su aversión hacia el partido, en un claro ejemplo de que insultar al oponente ideológico es lo que se suele hacer cuando los argumentos se evidencian pobres para rebatir los del opuesto. A la postre, no deja de ser el insulto la variante más mediocre del populismo.